31 de julio
La noche fue durísima. Pasé mucho frío (otra vez el frío), y la ropa de cama olía a infinitos huéspedes, cientos de desconocidos que dejaron sus mugres y transpiraciones nocturnas. El colchón era tan grueso como una grande de muzzarella, y las maderas se dibujaban en mi espalda, de tal manera que acostarse era una tarea digna de un faquir.
Casi no dormí, me levanté temprano y encontré a Luis saliendo a trabajar, con una energía exultante, y un buen humor poco común a esa hora, para cualquier ser humano razonable.
- Te dejo la llave, porteño, manejate- me dijo con una sonrisa de oreja a oreja moviendo el llavero como una sortija de calesita.
Ni bien se fue, me dispuse a darme un baño caliente. No sólo estaba sucio, sino que me sentía totalmente destemplado de haber chupado tanto frío. Me desnudé y abrí la ducha esperando que calentara. Grave error. El agua salía helada y ni amagó a entibiarse, mientras mi cuerpo desnudo se enfriaba cada vez más. Volví a vestirme, con más resignación que bronca.
Me preparé unos mates para calentarme y desayunar algo, tomé un vaso de jugo de mandarina exprimido de la noche anterior, y salí hacia el centro en busca de un hotel. A las 5 de la tarde llegaba la morocha y debía recogerla en el aeropuerto con el tema resuelto.
Hasta el mediodía, vagué por las ruas, mapa en mano, averiguando precios y comparando calidades de hoteles. Finalmente me decidí por uno, poco costoso, limpio y un conserje amable que me había caído muy bien. De todos modos, era un gasto que no podríamos afrontar por mucho tiempo, como tope unos tres días, así que debíamos conseguir un lugar definitivo con esa urgencia.
A las 4 de la tarde entré al metro para ir al aeropuerto. La mujer de la boletería, una negra muy simpática que hizo relucir sus dientes con varias sonrisas, me explicó que luego de bajarme en la estación, habría un colectivo que me alcanzaría hasta las terminales, porque quedaban bastante lejos de la estación.
Al llegar tuve que cruzar un puente peatonal interminable, que se erigía sobre una autopista de varias manos. Había un colectivo detenido en la vereda, que arrancó justo cuando salí del puente. Quedé allí solo por un momento, hasta que llegó una chica. Entonces le pregunté a ella si allí paraban los colectivos que te llevaban gratis después de tomar el metro. Se rió mucho y me dijo que tales ómnibus no existían, y justo vino un micro. Ella lo detuvo porque era su colectivo, pero le preguntó si pasaba por adentro del aeropuerto, aparentemente le contestaron que sí, y me hizo subir con ella, me pagó el boleto con su tarjeta magnética y no permitió que le devolviera el dinero. Luego me indicó cuando bajar. El viaje no había sido de más de 500 metros. La despedí con un beso y le agradecí varias veces, sin saber si los brasileros son así, o sólo tuve la suerte de cruzármela.
Ingrid llegó con Fernando, y allí conocimos a Miguel, ambos argentinos. Miguel hace un año y medio que está estudiando en POA, y Fernando vino por el mismo programa de intercambio que la morocha. Miguel se ofreció a acompañarnos a buscar departamento al día siguiente, ya que conocía el circuito de los lugares que alquilan a extranjeros. Así que quedamos en juntarnos a la mañana siguiente con ese fin.
Nos despedimos hasta entonces, tomamos un taxi y fuimos al hotel. Ingrid había traído el grueso de las valijas para quedarnos los 4 meses, tres valijas pesadas como elefantes, que se iban descuajeringando en sus manijas, cuánto más las movíamos.
Yo tenía que ir a buscar mi mochila a la casa de Luis, que me había dicho que cerca de las 8 volvía de trabajar. Así que, luego de recomponerme con una ducha caliente, me dirigí a buscar mis cosas y devolverle la llave.
Llegué unos minutos antes de las 8, y Luis no había regresado. Me quedé esperando en silencio en el comedor semi vacío. En algún patio cercano maullaba un gato.
Ocho y media decidí llamarlo por teléfono al celular, cuando comenzó a llamar, el celular sonó lejano, pero claramente en la habitación de Luis. Se lo había olvidado. Entonces pensé que Luis no sabía que yo me iba, y si le había surgido algún plan después del trabajo, podría volver a cualquier hora, y yo quedaría varado ahí, mientras Ingrid me esperaba en el hotel. Así que decidí dejarle una nota. Busqué un papel, saqué mi birome, y le escribí agradeciendo su hospitalidad y la gentileza de haberme recibido, y lamentando no haber tenido el tiempo suficiente para explicarle que “Boca no existe”. Por último le indiqué en qué lugar del jardín le dejaba las llaves escondidas. Agarré mis cosas, y “si te he visto no me acuerdo”, me dije.
La noche fue durísima. Pasé mucho frío (otra vez el frío), y la ropa de cama olía a infinitos huéspedes, cientos de desconocidos que dejaron sus mugres y transpiraciones nocturnas. El colchón era tan grueso como una grande de muzzarella, y las maderas se dibujaban en mi espalda, de tal manera que acostarse era una tarea digna de un faquir.
Casi no dormí, me levanté temprano y encontré a Luis saliendo a trabajar, con una energía exultante, y un buen humor poco común a esa hora, para cualquier ser humano razonable.
- Te dejo la llave, porteño, manejate- me dijo con una sonrisa de oreja a oreja moviendo el llavero como una sortija de calesita.
Ni bien se fue, me dispuse a darme un baño caliente. No sólo estaba sucio, sino que me sentía totalmente destemplado de haber chupado tanto frío. Me desnudé y abrí la ducha esperando que calentara. Grave error. El agua salía helada y ni amagó a entibiarse, mientras mi cuerpo desnudo se enfriaba cada vez más. Volví a vestirme, con más resignación que bronca.
Me preparé unos mates para calentarme y desayunar algo, tomé un vaso de jugo de mandarina exprimido de la noche anterior, y salí hacia el centro en busca de un hotel. A las 5 de la tarde llegaba la morocha y debía recogerla en el aeropuerto con el tema resuelto.
Hasta el mediodía, vagué por las ruas, mapa en mano, averiguando precios y comparando calidades de hoteles. Finalmente me decidí por uno, poco costoso, limpio y un conserje amable que me había caído muy bien. De todos modos, era un gasto que no podríamos afrontar por mucho tiempo, como tope unos tres días, así que debíamos conseguir un lugar definitivo con esa urgencia.
A las 4 de la tarde entré al metro para ir al aeropuerto. La mujer de la boletería, una negra muy simpática que hizo relucir sus dientes con varias sonrisas, me explicó que luego de bajarme en la estación, habría un colectivo que me alcanzaría hasta las terminales, porque quedaban bastante lejos de la estación.
Al llegar tuve que cruzar un puente peatonal interminable, que se erigía sobre una autopista de varias manos. Había un colectivo detenido en la vereda, que arrancó justo cuando salí del puente. Quedé allí solo por un momento, hasta que llegó una chica. Entonces le pregunté a ella si allí paraban los colectivos que te llevaban gratis después de tomar el metro. Se rió mucho y me dijo que tales ómnibus no existían, y justo vino un micro. Ella lo detuvo porque era su colectivo, pero le preguntó si pasaba por adentro del aeropuerto, aparentemente le contestaron que sí, y me hizo subir con ella, me pagó el boleto con su tarjeta magnética y no permitió que le devolviera el dinero. Luego me indicó cuando bajar. El viaje no había sido de más de 500 metros. La despedí con un beso y le agradecí varias veces, sin saber si los brasileros son así, o sólo tuve la suerte de cruzármela.
Ingrid llegó con Fernando, y allí conocimos a Miguel, ambos argentinos. Miguel hace un año y medio que está estudiando en POA, y Fernando vino por el mismo programa de intercambio que la morocha. Miguel se ofreció a acompañarnos a buscar departamento al día siguiente, ya que conocía el circuito de los lugares que alquilan a extranjeros. Así que quedamos en juntarnos a la mañana siguiente con ese fin.
Nos despedimos hasta entonces, tomamos un taxi y fuimos al hotel. Ingrid había traído el grueso de las valijas para quedarnos los 4 meses, tres valijas pesadas como elefantes, que se iban descuajeringando en sus manijas, cuánto más las movíamos.
Yo tenía que ir a buscar mi mochila a la casa de Luis, que me había dicho que cerca de las 8 volvía de trabajar. Así que, luego de recomponerme con una ducha caliente, me dirigí a buscar mis cosas y devolverle la llave.
Llegué unos minutos antes de las 8, y Luis no había regresado. Me quedé esperando en silencio en el comedor semi vacío. En algún patio cercano maullaba un gato.
Ocho y media decidí llamarlo por teléfono al celular, cuando comenzó a llamar, el celular sonó lejano, pero claramente en la habitación de Luis. Se lo había olvidado. Entonces pensé que Luis no sabía que yo me iba, y si le había surgido algún plan después del trabajo, podría volver a cualquier hora, y yo quedaría varado ahí, mientras Ingrid me esperaba en el hotel. Así que decidí dejarle una nota. Busqué un papel, saqué mi birome, y le escribí agradeciendo su hospitalidad y la gentileza de haberme recibido, y lamentando no haber tenido el tiempo suficiente para explicarle que “Boca no existe”. Por último le indiqué en qué lugar del jardín le dejaba las llaves escondidas. Agarré mis cosas, y “si te he visto no me acuerdo”, me dije.
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