25 de agosto de 2009

Bem - Vindo a Porto Alegre


Subí al metro con un papel en el bolsillo, en el cual había anotado las instrucciones para llegar a la casa de Luis.
Compulsivamente, lo miré muchas veces más de las necesarias. Leí una y otra vez, el nombre de la estación en la que debía bajarme, por dónde debía continuar caminando, en qué calle debía doblar y buscar la numeración indicada.
En algún momento me dí cuenta que ya lo había retenido en la memoria, y decidí confiar en ella. Creí positivo vencer ese reflejo, proveniente de mis miedos a una ciudad grande y desconocida, un idioma incomprensible y la noche profunda dándome la bienvenida.
A pesar de todo, llegué sin problemas a la casa de Luis.
Con él ya había chateado, en su perfecto español escrito, y me resultaba un tipo muy simpático y generoso, que me ofrecía alojamiento en su casa, sólo por tener una amiga en común. Laura me había comentado que además, hablaba español tan bien como ella y como yo. Era un brasilero bastante argentinizado, y eso me daba total confianza.
En el metro, me sentí realmente extranjero entre las personas que volvían del centro. Miraba hacia afuera tratando de no perderme nada, miraba esos rostros bellos de mixturas de razas, y mirando hacia mi interior, me puse a silbar un tango.

Cuando toqué el timbre de la casa, Luis estaba cenando. Eran pasadas las once de la noche. Entramos, me preguntó si tenía hambre y le contesté que sí.
Sentate, me dijo. Me senté esperando que el tipo me sirviera un plato de comida, sin embargo, se puso a comer como si nada.
Esperé unos minutos, y Luis seguía comiendo en silencio.
Esa actitud no sólo me desorientó, también me puso incómodo, pero como ya estaba en el baile, me lo tomé con tranquilidad.
Puedo pedirme algo por teléfono, le dije. Ah no, servite, me contestó.
Sólo quedaba algo de arroz condimentado, con el que acompañaba su plato principal.
Me serví, lo probé y no lo pasé. Con esfuerzo, logré tragar unas cucharadas. Encima no tenía vaso, para bajarlo con un poco de jugo que en la botella en el centro de la mesa se volvía un bien preciado. Le pedí un vaso y me lo trajo, pero no me sirvió. Me serví yo mismo, y sentí un inmenso placer al comprobar que era jugo de mandarinas exprimido.

En realidad no tenía mucha hambre, le dije. Me levanté y volví el arroz a la olla de donde lo había sacado, y de donde nunca debía haber salido.
Me senté frente a él nuevamente, esperando conversar un poco. Sin embargo, Luís seguía atento a su cena, casi sin prestarme atención.
Luis tiene unos 34 años, y a pesar de una calvicie prominente, se lo ve atlético y vital.
Aparentemente, no pensaba alterar en nada con mi presencia, el desarrollo normal de su vida personal, privada, individual, única y feliz.
Ya como un desafío, me decidí a forzarlo a la comunicación, y comencé a hacerle preguntas. Sobre su trabajo, la ciudad, el barrio, el transporte, su excelente español, el jugo de mandarinas exprimido, el gato, la comida del gato, el condimento del arroz, la ausencia de muebles en la casa y la ventana abierta con ese frío. Luis respondía monosilábicamente.
Luego de recibir tantas mini respuestas, que no alcanzaban a responder mis preguntas, pensé que el fútbol sería “El vínculo”, la llave que abriría una larga conversación que nos llevaría a recordar partidos inolvidables, goles, mundiales, Pelé, Maradona. La gloria misma, golpearía la puerta de la casa de Luis para escucharnos, en esa ciudad que respira fútbol, que en pocos minutos me había entregado incontables hombres y mujeres vistiendo la camiseta de Gremio o de Internacional, una ciudad dividida en dos en una guerra fría futbolera.
Lancé el dardo certero, filoso, con la seguridad de quién canta un envido con treinta y tres de mano:
- Y vos, sos de Gremio o de Inter…
Mis palabras retumbaron en el espacioso comedor, gigante y vacío, como un Maracaná despoblado.
- Yo soy de Boca- me dijo sonriente, feliz, iluminado. Se levantó y subió las escaleras dando saltos de a varios escalones. Reapareció tranquilo, vistiendo la camiseta de Boca, llegó abajo y se dio vuelta, para mostrarme el número 10 y la inscripción “Román” en la espalda. Luego se sentó a terminar su plato de comida.
En ese instante, decidí que al día siguiente buscaría un hotel donde quedarme, hasta conseguir un lugar definitivo.

18 de agosto de 2009

Breves brisas II


Uwe, el alemán dueño del hostel “El diablo tranquilo”, en Punta del Diablo, merece un párrafo. Pelo rubio y largo, ojos azules, bronceado, cincuentipico de años, flaco, una extraña mezcla entre atlético y arruinado.
A las 11 de la mañana nomás, arrancaba con la cerveza, y tenía el vaso en la mano todo el santo día, tomando sin parar. Sin embargo, nunca lo vi tambalearse, ni que se le trabara la lengua al hablar.
De vez en cuando, armaba un cigarro mezcladito de tabaco y marihuana, porque según me explicó, el porro puro le hacía mal a la garganta.
Una tarde le convidé un mate, y me contestó: no, no, eso me puede arruinar el estómago.

El amigo de Uwe, también alemán, era una tipo de singular barba, casi lacia y extensa, como algún imaginado Jesucristo. Con él compartí las dos noches que allí estuve, conversando entre copas de vino o de grappa. En esos convites, me contó que hacía casi 20 años, había salido de Buenos Aires para recorrer el mundo, y que al llegar a Punta del Diablo, abandonó la travesía y se quedó allí para siempre.
“El mundo comprende desde Buenos Aires a Punta del Diablo”, me dijo sonriente, con su imperfecta pronunciación del español.

La cocina del hostel de Uwe, estaba en un patio-aterrazado en el primer piso.
Con una bella vista al mar, la presumo ideal en verano. Pero en invierno, cocinar allí no sólo fue complicado por el frío, sino porque cuando soplaba el viento la hornalla se apagaba inexorablemente. Por este motivo, tardé más en cocinar un par de salchichas, de lo que tardo en hacer un asado.

16 de agosto de 2009

Amigos del asfalto


El micro comenzó a rodar, y a los pocos minutos de salir a la ruta, llegó a la aduana brasilera. Como yo debía hacer la entrada al país, me paré rápidamente y encaré por el pasillo hacia la cabina del chofer, para avisarle que debía bajar allí a realizar el trámite. El hombre ya estaba avisado, asi que se detuvo y dobló repentinamente al estacionar, haciéndome perder el equilibrio, y caer sobre una anciana que viajaba sola en el primer asiento. La mujer me dijo algo en portugués, que interpreté como una frase amable por el tono de su voz, más no pude descifrar una sola palabra.
Luego de sellar el pasaporte, y apurado por el chofer, volví a mi asiento.
Dediqué unos minutos a tratar de entender lo que hablaban la señora con su pequeño hijo, que iban en los asientos delante del mío. El ejercicio resultó un fracaso. Sólo alguna palabra que coincidía con el español, me regalaba un instante de ilusión, pero del resto de la conversación no entendía nada. Ante la frustración, y el nerviosismo de llegar a un país en el que no comprendía el idioma, me puse los auriculares para escuchar música.
El micro entró a un pueblucho de mala muerte donde subieron algunas personas más, y luego salió a la ruta, tan llana como la ruta 2.
Mientras me consolaba el oído con bonitas canciones, el ómnibus ingresó en una zona natural protegida, y enseguida el verde se llenó de liebres y aves de muchos tipos, colores y tamaños.
No podía creer la cantidad de liebres, ahí nomás, al costado de la ruta, viviendo sus liebrescas vidas, custodiadas solamente por el alambrado y los carteles que se exhiben solitarios, cual espantapájaros, cada tantos kilómetros.
Brasil comenzaba a mostrarme su exhuberancia ni bien me adentraba en su interior, tan lejos sin embargo, de esa verde ostentación llamada Amazonas.
A través de la ventanilla, me impresionaban los picos alargados de las aves, sus vuelos garabatos, las posturas señoriales en los charcos; y las liebres, libres, y tan gordas como cerdos.

Cansado de escuchar música, saqué mi cuaderno y comencé a hacer mis anotaciones. Estuve escribiendo con letra imprecisa, sorteando los movimientos bruscos que entregaba el asfalto.
Escribí hasta que oscureció, ahí guardé el cuaderno y me quedé dormido. Desperté cuando el colectivo se detuvo. El chofer anunció que teníamos 15 minutos para bajar a tomar un café. Era un parador en la ruta, enorme y bien iluminado.
Antes de entrar, pasé por el baño que estaba afuera del lugar, hacía mucho más frío del que había presumido.
En el baño, un viejo que iba conmigo en el micro me habló.
- No entendo portugueis- le dije precariamente, contrariado otra vez con el idioma.
- Te estoy hablando en castellano, pibe- me contestó el viejo.
- Ah, disculpe, se ve que cerré el oído porque no les entiendo un carajo a los brazukas.
- Yo te preguntaba si sos del MPP.
El viejo era uruguayo y había visto el calco del Movimiento de Participación Popular, que me habían regalado en Montevideo, cuando fui a visitar el local de los Tupamaros, y traía pegado en mi cuaderno.
Entonces nos pusimos a hablar de política, de Argentina y de Uruguay. Entramos al bar, tomamos juntos el café, sabroso y barato, y volvimos al micro.
Arriba, nos aunamos definitivamente cuando se mudó al asiento junto al mío, que estaba desocupado como la mayoría de las butacas.
Del interior de su campera, sacó una petaca de vodka, que fuimos compartiendo de a tragos mientras me contaba de su militancia en los tupa, de la clandestinidad y de la lucha armada.
Ruben hablaba bajo y cansino, tenía que esforzarme para escucharlo, y en muchas ocasiones debí pedirle que repitiera lo que había dicho.
También escuché atento, entre sorbo y sorbo, que se dirigía a Sao Paulo, al cumpleaños de su hija, a quien había conocido hacía un año atrás.
Desde Porto Alegre a Sao Paulo, tendría que hacer dedo, porque no contaba con más dinero. Lamenté estar en similar estado económico.
La petaca se vació antes de llegar a Porto Alegre, entrada la noche.
El viejo Ruben y yo nos despedimos con abrazos, promesas de futuros reencuentros, y escrituras de mails. Me acompañó a tomar el Metro, esperó a que sacara el boleto y recién nos dimos el adiós cuando crucé el molinete.
Ya iba camino a la casa de Luis, el amigo de Laura que me hospedaría en los primeros días.

Hasta siempre, compañero Rubén.

11 de agosto de 2009

Dejando Uruguay


30 de julio

A las 8 AM debía tomar el micro que me llevaba con destino a Chuy, la ciudad de frontera entre Uruguay y Brasil. Allí, tenía que buscar otro que me depositara en Porto Alegre, donde me esperaba un amigo de Laura que me hospedaría por unos días hasta que consiguiera algo para alquilar.
El colectivo llegó con unos cuarenta minutos de retraso. Sueño y frío me acosaban por igual. Los pasajeros eran mayormente niños que desde Punta del Diablo y de otros poblados cercanos, se dirigían a la escuela en Castillo, última parada importante antes de Chuy, según deduje. También algunos trabajadores se trasladaban a sus quehaceres.
Sólo un pequeño niño tuvo el valor o la inconsciencia de sentarse junto a mí, y soportar el olor a humo y humanidad, que emanaban de mi ropa y de mi cuerpo.
Al cabo de una hora por lo menos, luego de que prácticamente se vaciara de pasajeros en Castillo, me dormí.
Desperté cuando el chofer me zamarreó para indicarme que había llegado a Chuy.
Bajé a la calle entre dormido y disipado, no tenía ni idea cómo continuaría hacia Porto Alegre, así que comencé a preguntar. Me indicaron cómo llegar a la rodoviaria, es decir, a la terminal de ómnibus brasilera.
Era casi mediodía.

Luego de caminar unas cuadras bajo el sol, me entreré que ya estaba en Brasil porque las personas hablaban en portugués, y los carteles de los comercios estaban escritos en ese idioma. No tardé demasiado en deducir que una avenida separaba Uruguay de Brasil. En la misma avenida, de una vereda era un país y de la de enfrente otro. Crucé varias veces, Brasil, Uruguay, Brasil, Uruguay, Uruguay, Brasil, en un juego netamente infantil que me permití. También noté que del lado brasileño Chuy se llama Chui.
Llegué a la rodoviaria y compré el pasaje a Porto Alegre. Faltaban casi dos horas para que saliera. El empleado que me expendió el pasaje me explicó algo obvio que a mi se me había pasado, para ingresar a Brasil primero debía hacer la salida en la aduana uruguaya. Para ello debía volver sobre mis pasos, llegar a la ruta por la que había entrado, y caminar más de un kilómetro hasta la aduana de Uruguay, por la cual pasé dormido en el micro. Todo eso cargado con las mochilas que ya comenzaban a pesar.

Chuy es una ciudad de frontera como tantas otras, muy comercial, a la vez chata y desangelada. Una pared pintada con aerosol del lado uruguayo rezaba “Bienvenidos a esta escoria llamada el Chuy”. Imaginé que lo escribió algún joven del lugar expresando su disconformidad con la vida en Chuy. Tal vez una adolescente rebelde y bella. Lo encontré tan audaz como poético.

Recorrí las calles polvorientas hasta salir a la ruta.
En la aduana, un tipo en una ventanilla me selló el pasaporte. Luego me ofreció alcohol en gel. Puse la mano como para recibir una moneda de vuelto en un kiosco, o bien una limosna, y cayó el chorrito del espeso y transparente líquido. Lo pasé por ambas manos sonriente, y el tipo mostró un gesto de conformidad y aprobación entre las arrugas de su cara flaca, cubierta por una barbilla de pocos días.
Salí a la ruta nuevamente y ante el primer automóvil que se aproximó, comencé a hacer dedo. Paró de inmediato. Era una camioneta vieja, de marca japonesa, conducida por un hombre algo obeso vestido de mameluco gris.
- Hasta donde vas, flaco- me dijo con voz ronca.
- Hasta el Chuy- contesté tímido.
- Ya estás en el Chuy, flaco- replicó algo socarrón.
- No, pero yo voy al centro- Mientras señalaba el camino con el índice, fue lo único que se me ocurrió como argumento para justificar esas 20 cuadras que no quería caminar de nuevo.
- Bué… subí.
Mientras conducía, desembuchó toda una perorata de que antes se hacía dedo sólo por distancias largas, que los jóvenes ahora son unos vagos que no quieren caminar, que por dos cuadras te hacen dedo, y una serie de recriminaciones que expresaban su disgusto.
Me mantuve en silencio y cuando vi la plaza le dije “por acá está bien”, le agradecí que me incluyera entre "los jóvenes de hoy en día", tomé la mochila de la parte trasera de la camioneta, y me quedé por ahí esperando que se fuera.
El hambre comenzaba a apurarme así que decidí buscar un bar, y tomar un café con leche. Como no encontraba ninguno, tuve que preguntar. Me dieron precarias instrucciones que no entendí, así que caminando sin mucho sentido, encontré lo que debiera ser el hotel de Chuy.
Como los precios eran demasiado altos para mi bolsillo, solicité el café con leche pero con la condición de que me dejaran comer mis propias galletitas que traía en la mochila. La mujer del bar del hotel, accedió casi sin hablarme mientras lavaba vajillas.
Salí con el estómago reconfortado, directo a la rodoviaria, media hora antes del horario de partida.


El ómnibus llegó unos 20 minutos tarde. Una mujer y yo, éramos los únicos pasajeros. El chofer tomó mi mochila con amabilidad y me hizo algún chiste, pero como hablaba portugués no comprendí. Ese fue mi primer contacto real con el idioma, y me di cuenta que iba a tener serios problemas en los próximos días.
Antes de partir, subieron otras personas, una pareja con su hijo, un joven y un viejo.

9 de agosto de 2009

Breves brisas I


La mayor parte de lo aquí publicado hasta el momento, fue escrito en micros de larga y media distancia, en hostels, en bares o en la playa, en mi cuaderno de anotaciones o sobre el computador directamente.

Los jóvenes en Montevideo utilizan la expresión “salado” tanto para algo muy bueno, “está salado”, o sea buenísimo, genial; como para algo muy malo, “está salado”, o sea, pesado, peligroso.
De este modo, todo el tiempo dicen salaaadoooo.
¿Qué gusto tiene la sal?

Una noche en un bar en Montevideo, gracias a la computadora portátil, cené con la morocha vía skype, como el rusito de la propaganda de las sopas Knorr Suiza.

En las horas de soledad que he pasado, sobre todo en Cabo Polonio, desarrollé la capacidad (¿capacidad?) de hablar solo. Me hago comentarios, digo pensamientos, voceo ciertas decisiones en el momento en que las tomo, como por ejemplo: “mejor doblo acá”. Ahora que mantengo el hábito en la ciudad, me he ganado más de una mirada de desconfianza.

Otro hábito adquirido en Uruguay es el de fumar tabaco suelto, ya que un paquete de cigarrillos industriales es excesivamente caro para mi bolsillo. Esto mejoró sustancialmente mi habilidad de armar cigarros y por añadidura, porros. Sé que muchos amigos se alegrarán de ello.

8 de agosto de 2009

El hombre, el fuego y el humo


Fue en Cabo Polonio, cuando intenté prender mi primer fuego en la estufa. Como no encontraba el modo de que los leños ardieran, bajé a la proveeduría a ver si conseguía algún producto para idiotas inexpertos como yo.
La bajada era en un terreno cubierto de pasto, desnivelado, con partes llenas de agua, y en plena oscuridad.
En el almacén había un grupo de tipos tomando vino, que se burlaron de mí sin reparos cuando conté que no podía prender el fuego. Luego de las risas estridentes y chistes que ni siquiera entendí, me vendieron una bolsa enorme de piñas, que según me explicaron, son inflamables como la nafta. Era cierto.
De todos modos, la leña que había encontrado en la cabaña estaba muy húmeda, así que perdí mucho tiempo y derroché varias piñas, tratando de encenderla. Finalmente, cuando decidí rematar mi orgullo y exponerme a nuevas bromas bajando a comprar leña, la despensa ya estaba cerrada y ni rastro quedaba de los parroquianos.
Como la leña la tenían bajo un toldo, pero al alcance de cualquiera, me robé un paquete y volví a la casita perseguido por la luz del faro en la noche abierta.
Luchando contra el frío esa noche, me llené de olor a humo. El resto del viaje, llevé ese olor terrible como estandarte, ya que no me quedaba ropa limpia para cambiarme. Mi mochila, mi gorro de lana y todas mis prendas olieron a humo de ahí en más.

7 de agosto de 2009

Caminando con el diablo



29 de julio

Esa mañana dormí hasta tarde.

Me levante cerca del mediodía y preparé algo de comer, acompañando el morfi con unos mates de yerba brasilera a esta altura del viaje.

Luego salí, bajo un cielo totalmente despejado, a dar una caminata por la costa, con rumbo norte.

Primero recorrí unos cien metros de playa, después la ribera se volvió completamente rocosa. Entre peñascos y médanos, fui caminando, dando saltos, esquivando irregulares geografías, avanzando lentamente. Algunas olas se hacían ver estallando contra las piedras, el mar desplegaba su bravura aún sin ayuda del viento.

A ese ritmo cauto, llegué al fin de ese terreno y se abrió una suerte de bahía, donde el mar entraba como pidiendo permiso, casi sin olas. Quedaba sólo un metro, como un pasillo de arena, entre la orilla y los médanos. Ni bien pude bajar, caminé por esa minúscula playa, sólo poblada por varios caracoles y una que otra botella, una ojota probablemente perdida por algún antiguo veraneante, y algún que otro desecho plástico.

El mar suele devolver a la playa la basura humana.

En tanto, el sol extendía su reflejo sobre el agua marina, logrando una extraordinaria beldad.

No muy lejos divisé un bulto, como una gran bolsa de papas, vaya uno a saber qué podía entregar la marea alta a la tierra firme.

A medida que me acercaba, iba tomando forma. Empecé a darme cuenta de que se trataba de un cuerpo humano, mucho antes de comprobarlo ciertamente, pero me costaba creerlo.

Cuando estuve a nos pasos nomás, ya no había dudas, era una persona.

Me acerqué lentamente porque temía que estuviera durmiendo, y no quería molestarlo. Era un hombre, eso lo había percibido de inmediato, se me ocurrió que podría ser un pordiosero.

Ya mi sombra lo cubría cuando empecé a decir “señor, señor” con voz baja, pero no obtuve respuesta. No le veía la cara por la posición en que estaba acostado.

El hombre vestía un jean, saco de lana rojo, y un gorro verde, también de lana, en la cabeza.

Muy suavemente lo moví con mi pie derecho esperando una reacción, pero nada sucedió. Lo volví a hacer más fuerte, una y otra vez, y cada vez más fuerte hasta que lo di vuelta. Al girarlo me encontré con un rostro carcomido por inmundos insectos que aún rondaban carnes podridas y huesos que veían la luz, quizás por primera vez.

Me impresioné, di unos pasos torpes hacia atrás, creo que grité o bien pensé mi propio grito, y chapoteé en la ola que llegaba.

Me costó decidirme a salir del agua, se me mojaron las zapatillas, tardé unos segundos que parecieron eternos en hacer pie de nuevo. Me dieron nauseas, y no podía pensar.

Cuando me recuperé, tomé aire, volví a la arena húmeda, me alejé unos metros dejando el cadáver atrás, y comencé a pensar qué hacer.

Al día siguiente, debía tomar el micro temprano, por lo cual avisar a la policía me traería complicaciones que podrían modificar mis tiempos, y el 30 debía estar en Porto Alegre sí o sí. El tipo ya estaba muerto y poco cambiaría mi descubrimiento.

Sin más, decidí volver al hostel del “Diablo tranquilo”.

Retorné sobre mis pasos, esquivé el cuerpo del pobre hombre con algo de culpa, y seguí mi camino de regreso.

No había avanzado demasiado, cuando observé una nueva figura que parecía humana sobre el médano, el cual se recortaba como un minúsculo acantilado a la altura de mi cabeza. Sin embargo, para ser una persona, no mostraba ningún movimiento, parecía un espantapájaros inaudito. Lo llamativo es que no lo había visto al pasar antes por allí.

A pocos metros recién se aclaró la visión. Era una mujer, con las piernas entrecruzadas, los brazos extendidos en forma de L y los ojos cerrados, en una clara posición de yoga o alguna otra expresión física de sabiduría oriental.

Llegué sigiloso frente a ella y me detuve. Era madura pero se la veía joven, de tez blanca y cejas finas bien marcadas, vestía ropa deportiva y una bincha roja sobre el cabello negro y corto.

De golpe abrió los ojos y se encontró con ese espectador inesperado que era yo.

- Acá nomás encontré un cadáver- le dije.

Lo escupí como un niño que no puede guardar un secreto. Me sentí tan estúpido. ¿Qué carta de presentación era esa? ¿Qué iba a pensar esa mujer desconocida de alguien que aparecía en el medio de la nada y le hacía semejante declaración? Me indigné de mi propia ingenuidad y torpeza.

No obstante, la bella extraña no se inmutó. Miró el horizonte, se tomó unos segundos en los cuales sentí romper una ola a mis espaldas, y me dijo:

- El mar suele devolver la basura humana.

Su voz era suave y calma. La comisura de sus labios dibujaron una sonrisa al pronunciar esas palabras.

No contesté, hice un gesto afirmativo con la cabeza que ella acompañó con la suya, y tal vez levanté una mano en señal de saludo, antes de marcharme.


6 de agosto de 2009

Lengua viva

...............Arrodillado
..................ante ti
.............................mujer
desenvolveré

.....................mi lengua
que se extienda
por tu cuerpo
por la tierra
Como una gran masa
rosada, ameba

Se extienda
..................infinita

Humedeciendo
te humedece
humedezca

Atraviese bosques
Se raspe
.............con ramas secas
Se hiera
.............con espinas
Arda
........por la sal del mar
...................................que cura
Levante al cielo
clavándose estrellas
trague la luna

Volverá hacia ti
a morir
en tu lecho.

3 de agosto de 2009

Juegos del diablo


Por la tarde salí a dar una vuelta por el lugar. Comprobé que Punta del Diablo tenía muy poco de ese misterioso pueblito de pescadores que solía haber sido. Las viejas casitas blancas con techo de paja y aperturas de madera, tan rústicas, originarias y románticas, se entremezclan con las nuevas casas de veraneo, de las cuales algunas pocas mantuvieron esa estética. Se puede deducir que el pueblo creció pujante y desordenado. Aún hoy, hay muchas casas en plena construcción. Sin embargo, conserva una belleza natural incomparable a lo largo de su costa, que conmovió mis ojos y mi alma.


La tarde se esfumó como la espuma que queda entre las piedras de la orilla, y la noche me encontró cerca del fuego de la chimenea, fumando y tomando una deliciosa grappa casera.
Sin saber cómo, de repente estaba inmerso en un extraño juego junto a un norteamericano, una canadiense, un iraní y un alemán amigo de Uwe. El juego era simple. Una vez por turno, cada uno ponía un video en el youtube. Los cinco rostros se confundían iluminados por la luz de la pantalla, atónitos, sorprendiéndonos unos a otros en un ritual obscenamente posmoderno. He visto cosas tan desconocidas como los jugadores que las proponían.
Estábamos tan compenetrados que pasamos interminables minutos, esperando en silencio, un video que yo elegí y que tardó una barbaridad en cargarse.
Mi último video propuesto fue este: http://www.youtube.com/watch?v=HhHwnrlZRus

2 de agosto de 2009

Apetito


Ya le eché la culpa al mar, a la marihuana, a las largas caminatas, pero lo único cierto es este hambre voraz.

Y ahora, recién ahora, lo comprendo. Nada tiene que ver el apetito con estas cuestiones.

Tengo hambre, constante y exagerada, porque quiero devorarlo todo.

Quiero devorarlo todo mientras viajo por lugares deconocidos.

Sentir todos lo sabores, beber toda el agua del mar, charlar con todas las personas, tomar todos los mates, caminar todos los senderos, respirar todo el aire y los infinitos aromas, contemplar todo lo que mis ojos pueden ver.

Eso es el hambre.