16 de agosto de 2009

Amigos del asfalto


El micro comenzó a rodar, y a los pocos minutos de salir a la ruta, llegó a la aduana brasilera. Como yo debía hacer la entrada al país, me paré rápidamente y encaré por el pasillo hacia la cabina del chofer, para avisarle que debía bajar allí a realizar el trámite. El hombre ya estaba avisado, asi que se detuvo y dobló repentinamente al estacionar, haciéndome perder el equilibrio, y caer sobre una anciana que viajaba sola en el primer asiento. La mujer me dijo algo en portugués, que interpreté como una frase amable por el tono de su voz, más no pude descifrar una sola palabra.
Luego de sellar el pasaporte, y apurado por el chofer, volví a mi asiento.
Dediqué unos minutos a tratar de entender lo que hablaban la señora con su pequeño hijo, que iban en los asientos delante del mío. El ejercicio resultó un fracaso. Sólo alguna palabra que coincidía con el español, me regalaba un instante de ilusión, pero del resto de la conversación no entendía nada. Ante la frustración, y el nerviosismo de llegar a un país en el que no comprendía el idioma, me puse los auriculares para escuchar música.
El micro entró a un pueblucho de mala muerte donde subieron algunas personas más, y luego salió a la ruta, tan llana como la ruta 2.
Mientras me consolaba el oído con bonitas canciones, el ómnibus ingresó en una zona natural protegida, y enseguida el verde se llenó de liebres y aves de muchos tipos, colores y tamaños.
No podía creer la cantidad de liebres, ahí nomás, al costado de la ruta, viviendo sus liebrescas vidas, custodiadas solamente por el alambrado y los carteles que se exhiben solitarios, cual espantapájaros, cada tantos kilómetros.
Brasil comenzaba a mostrarme su exhuberancia ni bien me adentraba en su interior, tan lejos sin embargo, de esa verde ostentación llamada Amazonas.
A través de la ventanilla, me impresionaban los picos alargados de las aves, sus vuelos garabatos, las posturas señoriales en los charcos; y las liebres, libres, y tan gordas como cerdos.

Cansado de escuchar música, saqué mi cuaderno y comencé a hacer mis anotaciones. Estuve escribiendo con letra imprecisa, sorteando los movimientos bruscos que entregaba el asfalto.
Escribí hasta que oscureció, ahí guardé el cuaderno y me quedé dormido. Desperté cuando el colectivo se detuvo. El chofer anunció que teníamos 15 minutos para bajar a tomar un café. Era un parador en la ruta, enorme y bien iluminado.
Antes de entrar, pasé por el baño que estaba afuera del lugar, hacía mucho más frío del que había presumido.
En el baño, un viejo que iba conmigo en el micro me habló.
- No entendo portugueis- le dije precariamente, contrariado otra vez con el idioma.
- Te estoy hablando en castellano, pibe- me contestó el viejo.
- Ah, disculpe, se ve que cerré el oído porque no les entiendo un carajo a los brazukas.
- Yo te preguntaba si sos del MPP.
El viejo era uruguayo y había visto el calco del Movimiento de Participación Popular, que me habían regalado en Montevideo, cuando fui a visitar el local de los Tupamaros, y traía pegado en mi cuaderno.
Entonces nos pusimos a hablar de política, de Argentina y de Uruguay. Entramos al bar, tomamos juntos el café, sabroso y barato, y volvimos al micro.
Arriba, nos aunamos definitivamente cuando se mudó al asiento junto al mío, que estaba desocupado como la mayoría de las butacas.
Del interior de su campera, sacó una petaca de vodka, que fuimos compartiendo de a tragos mientras me contaba de su militancia en los tupa, de la clandestinidad y de la lucha armada.
Ruben hablaba bajo y cansino, tenía que esforzarme para escucharlo, y en muchas ocasiones debí pedirle que repitiera lo que había dicho.
También escuché atento, entre sorbo y sorbo, que se dirigía a Sao Paulo, al cumpleaños de su hija, a quien había conocido hacía un año atrás.
Desde Porto Alegre a Sao Paulo, tendría que hacer dedo, porque no contaba con más dinero. Lamenté estar en similar estado económico.
La petaca se vació antes de llegar a Porto Alegre, entrada la noche.
El viejo Ruben y yo nos despedimos con abrazos, promesas de futuros reencuentros, y escrituras de mails. Me acompañó a tomar el Metro, esperó a que sacara el boleto y recién nos dimos el adiós cuando crucé el molinete.
Ya iba camino a la casa de Luis, el amigo de Laura que me hospedaría en los primeros días.

Hasta siempre, compañero Rubén.

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