8 de agosto de 2009

El hombre, el fuego y el humo


Fue en Cabo Polonio, cuando intenté prender mi primer fuego en la estufa. Como no encontraba el modo de que los leños ardieran, bajé a la proveeduría a ver si conseguía algún producto para idiotas inexpertos como yo.
La bajada era en un terreno cubierto de pasto, desnivelado, con partes llenas de agua, y en plena oscuridad.
En el almacén había un grupo de tipos tomando vino, que se burlaron de mí sin reparos cuando conté que no podía prender el fuego. Luego de las risas estridentes y chistes que ni siquiera entendí, me vendieron una bolsa enorme de piñas, que según me explicaron, son inflamables como la nafta. Era cierto.
De todos modos, la leña que había encontrado en la cabaña estaba muy húmeda, así que perdí mucho tiempo y derroché varias piñas, tratando de encenderla. Finalmente, cuando decidí rematar mi orgullo y exponerme a nuevas bromas bajando a comprar leña, la despensa ya estaba cerrada y ni rastro quedaba de los parroquianos.
Como la leña la tenían bajo un toldo, pero al alcance de cualquiera, me robé un paquete y volví a la casita perseguido por la luz del faro en la noche abierta.
Luchando contra el frío esa noche, me llené de olor a humo. El resto del viaje, llevé ese olor terrible como estandarte, ya que no me quedaba ropa limpia para cambiarme. Mi mochila, mi gorro de lana y todas mis prendas olieron a humo de ahí en más.

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