30 de julio
A las 8 AM debía tomar el micro que me llevaba con destino a Chuy, la ciudad de frontera entre Uruguay y Brasil. Allí, tenía que buscar otro que me depositara en Porto Alegre, donde me esperaba un amigo de Laura que me hospedaría por unos días hasta que consiguiera algo para alquilar.
El colectivo llegó con unos cuarenta minutos de retraso. Sueño y frío me acosaban por igual. Los pasajeros eran mayormente niños que desde Punta del Diablo y de otros poblados cercanos, se dirigían a la escuela en Castillo, última parada importante antes de Chuy, según deduje. También algunos trabajadores se trasladaban a sus quehaceres.
Sólo un pequeño niño tuvo el valor o la inconsciencia de sentarse junto a mí, y soportar el olor a humo y humanidad, que emanaban de mi ropa y de mi cuerpo.
Al cabo de una hora por lo menos, luego de que prácticamente se vaciara de pasajeros en Castillo, me dormí.
Desperté cuando el chofer me zamarreó para indicarme que había llegado a Chuy.
Bajé a la calle entre dormido y disipado, no tenía ni idea cómo continuaría hacia Porto Alegre, así que comencé a preguntar. Me indicaron cómo llegar a la rodoviaria, es decir, a la terminal de ómnibus brasilera.
Era casi mediodía.
A las 8 AM debía tomar el micro que me llevaba con destino a Chuy, la ciudad de frontera entre Uruguay y Brasil. Allí, tenía que buscar otro que me depositara en Porto Alegre, donde me esperaba un amigo de Laura que me hospedaría por unos días hasta que consiguiera algo para alquilar.
El colectivo llegó con unos cuarenta minutos de retraso. Sueño y frío me acosaban por igual. Los pasajeros eran mayormente niños que desde Punta del Diablo y de otros poblados cercanos, se dirigían a la escuela en Castillo, última parada importante antes de Chuy, según deduje. También algunos trabajadores se trasladaban a sus quehaceres.
Sólo un pequeño niño tuvo el valor o la inconsciencia de sentarse junto a mí, y soportar el olor a humo y humanidad, que emanaban de mi ropa y de mi cuerpo.
Al cabo de una hora por lo menos, luego de que prácticamente se vaciara de pasajeros en Castillo, me dormí.
Desperté cuando el chofer me zamarreó para indicarme que había llegado a Chuy.
Bajé a la calle entre dormido y disipado, no tenía ni idea cómo continuaría hacia Porto Alegre, así que comencé a preguntar. Me indicaron cómo llegar a la rodoviaria, es decir, a la terminal de ómnibus brasilera.
Era casi mediodía.
Luego de caminar unas cuadras bajo el sol, me entreré que ya estaba en Brasil porque las personas hablaban en portugués, y los carteles de los comercios estaban escritos en ese idioma. No tardé demasiado en deducir que una avenida separaba Uruguay de Brasil. En la misma avenida, de una vereda era un país y de la de enfrente otro. Crucé varias veces, Brasil, Uruguay, Brasil, Uruguay, Uruguay, Brasil, en un juego netamente infantil que me permití. También noté que del lado brasileño Chuy se llama Chui.
Llegué a la rodoviaria y compré el pasaje a Porto Alegre. Faltaban casi dos horas para que saliera. El empleado que me expendió el pasaje me explicó algo obvio que a mi se me había pasado, para ingresar a Brasil primero debía hacer la salida en la aduana uruguaya. Para ello debía volver sobre mis pasos, llegar a la ruta por la que había entrado, y caminar más de un kilómetro hasta la aduana de Uruguay, por la cual pasé dormido en el micro. Todo eso cargado con las mochilas que ya comenzaban a pesar.
Llegué a la rodoviaria y compré el pasaje a Porto Alegre. Faltaban casi dos horas para que saliera. El empleado que me expendió el pasaje me explicó algo obvio que a mi se me había pasado, para ingresar a Brasil primero debía hacer la salida en la aduana uruguaya. Para ello debía volver sobre mis pasos, llegar a la ruta por la que había entrado, y caminar más de un kilómetro hasta la aduana de Uruguay, por la cual pasé dormido en el micro. Todo eso cargado con las mochilas que ya comenzaban a pesar.
Chuy es una ciudad de frontera como tantas otras, muy comercial, a la vez chata y desangelada. Una pared pintada con aerosol del lado uruguayo rezaba “Bienvenidos a esta escoria llamada el Chuy”. Imaginé que lo escribió algún joven del lugar expresando su disconformidad con la vida en Chuy. Tal vez una adolescente rebelde y bella. Lo encontré tan audaz como poético.
Recorrí las calles polvorientas hasta salir a la ruta.
En la aduana, un tipo en una ventanilla me selló el pasaporte. Luego me ofreció alcohol en gel. Puse la mano como para recibir una moneda de vuelto en un kiosco, o bien una limosna, y cayó el chorrito del espeso y transparente líquido. Lo pasé por ambas manos sonriente, y el tipo mostró un gesto de conformidad y aprobación entre las arrugas de su cara flaca, cubierta por una barbilla de pocos días.
Salí a la ruta nuevamente y ante el primer automóvil que se aproximó, comencé a hacer dedo. Paró de inmediato. Era una camioneta vieja, de marca japonesa, conducida por un hombre algo obeso vestido de mameluco gris.
- Hasta donde vas, flaco- me dijo con voz ronca.
- Hasta el Chuy- contesté tímido.
- Ya estás en el Chuy, flaco- replicó algo socarrón.
- No, pero yo voy al centro- Mientras señalaba el camino con el índice, fue lo único que se me ocurrió como argumento para justificar esas 20 cuadras que no quería caminar de nuevo.
- Bué… subí.
Mientras conducía, desembuchó toda una perorata de que antes se hacía dedo sólo por distancias largas, que los jóvenes ahora son unos vagos que no quieren caminar, que por dos cuadras te hacen dedo, y una serie de recriminaciones que expresaban su disgusto.
Me mantuve en silencio y cuando vi la plaza le dije “por acá está bien”, le agradecí que me incluyera entre "los jóvenes de hoy en día", tomé la mochila de la parte trasera de la camioneta, y me quedé por ahí esperando que se fuera.
El hambre comenzaba a apurarme así que decidí buscar un bar, y tomar un café con leche. Como no encontraba ninguno, tuve que preguntar. Me dieron precarias instrucciones que no entendí, así que caminando sin mucho sentido, encontré lo que debiera ser el hotel de Chuy.
Como los precios eran demasiado altos para mi bolsillo, solicité el café con leche pero con la condición de que me dejaran comer mis propias galletitas que traía en la mochila. La mujer del bar del hotel, accedió casi sin hablarme mientras lavaba vajillas.
Salí con el estómago reconfortado, directo a la rodoviaria, media hora antes del horario de partida.
En la aduana, un tipo en una ventanilla me selló el pasaporte. Luego me ofreció alcohol en gel. Puse la mano como para recibir una moneda de vuelto en un kiosco, o bien una limosna, y cayó el chorrito del espeso y transparente líquido. Lo pasé por ambas manos sonriente, y el tipo mostró un gesto de conformidad y aprobación entre las arrugas de su cara flaca, cubierta por una barbilla de pocos días.
Salí a la ruta nuevamente y ante el primer automóvil que se aproximó, comencé a hacer dedo. Paró de inmediato. Era una camioneta vieja, de marca japonesa, conducida por un hombre algo obeso vestido de mameluco gris.
- Hasta donde vas, flaco- me dijo con voz ronca.
- Hasta el Chuy- contesté tímido.
- Ya estás en el Chuy, flaco- replicó algo socarrón.
- No, pero yo voy al centro- Mientras señalaba el camino con el índice, fue lo único que se me ocurrió como argumento para justificar esas 20 cuadras que no quería caminar de nuevo.
- Bué… subí.
Mientras conducía, desembuchó toda una perorata de que antes se hacía dedo sólo por distancias largas, que los jóvenes ahora son unos vagos que no quieren caminar, que por dos cuadras te hacen dedo, y una serie de recriminaciones que expresaban su disgusto.
Me mantuve en silencio y cuando vi la plaza le dije “por acá está bien”, le agradecí que me incluyera entre "los jóvenes de hoy en día", tomé la mochila de la parte trasera de la camioneta, y me quedé por ahí esperando que se fuera.
El hambre comenzaba a apurarme así que decidí buscar un bar, y tomar un café con leche. Como no encontraba ninguno, tuve que preguntar. Me dieron precarias instrucciones que no entendí, así que caminando sin mucho sentido, encontré lo que debiera ser el hotel de Chuy.
Como los precios eran demasiado altos para mi bolsillo, solicité el café con leche pero con la condición de que me dejaran comer mis propias galletitas que traía en la mochila. La mujer del bar del hotel, accedió casi sin hablarme mientras lavaba vajillas.
Salí con el estómago reconfortado, directo a la rodoviaria, media hora antes del horario de partida.
El ómnibus llegó unos 20 minutos tarde. Una mujer y yo, éramos los únicos pasajeros. El chofer tomó mi mochila con amabilidad y me hizo algún chiste, pero como hablaba portugués no comprendí. Ese fue mi primer contacto real con el idioma, y me di cuenta que iba a tener serios problemas en los próximos días.
Antes de partir, subieron otras personas, una pareja con su hijo, un joven y un viejo.
Brasil, Uruguay, Brasil, Uruguay... LOS SIMPSONS (CAPÍTULO X)
ResponderEliminarHacer dedo por escasas 20 cuadras... DEFINITIVAMENTE "POLACO".
cruzar "Brasil, Uruguay, Brasil, Uruguay" un par de veces.. algún capítulo de LOS SIMPSONS
ResponderEliminarhacer dedo por 20 cuadras.. POLACO A PLENO!
falta mucho para otra sobremesa?
Y hay cosas que el dinero no puede comprar...
ResponderEliminarFalta menos que antes!