29 de julio
Esa mañana dormí hasta tarde.
Me levante cerca del mediodía y preparé algo de comer, acompañando el morfi con unos mates de yerba brasilera a esta altura del viaje.
Luego salí, bajo un cielo totalmente despejado, a dar una caminata por la costa, con rumbo norte.
Primero recorrí unos cien metros de playa, después la ribera se volvió completamente rocosa. Entre peñascos y médanos, fui caminando, dando saltos, esquivando irregulares geografías, avanzando lentamente. Algunas olas se hacían ver estallando contra las piedras, el mar desplegaba su bravura aún sin ayuda del viento.
A ese ritmo cauto, llegué al fin de ese terreno y se abrió una suerte de bahía, donde el mar entraba como pidiendo permiso, casi sin olas. Quedaba sólo un metro, como un pasillo de arena, entre la orilla y los médanos. Ni bien pude bajar, caminé por esa minúscula playa, sólo poblada por varios caracoles y una que otra botella, una ojota probablemente perdida por algún antiguo veraneante, y algún que otro desecho plástico.
El mar suele devolver a la playa la basura humana.
En tanto, el sol extendía su reflejo sobre el agua marina, logrando una extraordinaria beldad.
No muy lejos divisé un bulto, como una gran bolsa de papas, vaya uno a saber qué podía entregar la marea alta a la tierra firme.
A medida que me acercaba, iba tomando forma. Empecé a darme cuenta de que se trataba de un cuerpo humano, mucho antes de comprobarlo ciertamente, pero me costaba creerlo.
Cuando estuve a nos pasos nomás, ya no había dudas, era una persona.
Me acerqué lentamente porque temía que estuviera durmiendo, y no quería molestarlo. Era un hombre, eso lo había percibido de inmediato, se me ocurrió que podría ser un pordiosero.
Ya mi sombra lo cubría cuando empecé a decir “señor, señor” con voz baja, pero no obtuve respuesta. No le veía la cara por la posición en que estaba acostado.
El hombre vestía un jean, saco de lana rojo, y un gorro verde, también de lana, en la cabeza.
Muy suavemente lo moví con mi pie derecho esperando una reacción, pero nada sucedió. Lo volví a hacer más fuerte, una y otra vez, y cada vez más fuerte hasta que lo di vuelta. Al girarlo me encontré con un rostro carcomido por inmundos insectos que aún rondaban carnes podridas y huesos que veían la luz, quizás por primera vez.
Me impresioné, di unos pasos torpes hacia atrás, creo que grité o bien pensé mi propio grito, y chapoteé en la ola que llegaba.
Me costó decidirme a salir del agua, se me mojaron las zapatillas, tardé unos segundos que parecieron eternos en hacer pie de nuevo. Me dieron nauseas, y no podía pensar.
Cuando me recuperé, tomé aire, volví a la arena húmeda, me alejé unos metros dejando el cadáver atrás, y comencé a pensar qué hacer.
Al día siguiente, debía tomar el micro temprano, por lo cual avisar a la policía me traería complicaciones que podrían modificar mis tiempos, y el 30 debía estar en Porto Alegre sí o sí. El tipo ya estaba muerto y poco cambiaría mi descubrimiento.
Sin más, decidí volver al hostel del “Diablo tranquilo”.
Retorné sobre mis pasos, esquivé el cuerpo del pobre hombre con algo de culpa, y seguí mi camino de regreso.
No había avanzado demasiado, cuando observé una nueva figura que parecía humana sobre el médano, el cual se recortaba como un minúsculo acantilado a la altura de mi cabeza. Sin embargo, para ser una persona, no mostraba ningún movimiento, parecía un espantapájaros inaudito. Lo llamativo es que no lo había visto al pasar antes por allí.
A pocos metros recién se aclaró la visión. Era una mujer, con las piernas entrecruzadas, los brazos extendidos en forma de L y los ojos cerrados, en una clara posición de yoga o alguna otra expresión física de sabiduría oriental.
Llegué sigiloso frente a ella y me detuve. Era madura pero se la veía joven, de tez blanca y cejas finas bien marcadas, vestía ropa deportiva y una bincha roja sobre el cabello negro y corto.
De golpe abrió los ojos y se encontró con ese espectador inesperado que era yo.
- Acá nomás encontré un cadáver- le dije.
Lo escupí como un niño que no puede guardar un secreto. Me sentí tan estúpido. ¿Qué carta de presentación era esa? ¿Qué iba a pensar esa mujer desconocida de alguien que aparecía en el medio de la nada y le hacía semejante declaración? Me indigné de mi propia ingenuidad y torpeza.
No obstante, la bella extraña no se inmutó. Miró el horizonte, se tomó unos segundos en los cuales sentí romper una ola a mis espaldas, y me dijo:
- El mar suele devolver la basura humana.
Su voz era suave y calma. La comisura de sus labios dibujaron una sonrisa al pronunciar esas palabras.
No contesté, hice un gesto afirmativo con la cabeza que ella acompañó con la suya, y tal vez levanté una mano en señal de saludo, antes de marcharme.
¡Que pena no haber documentado con una foto aquel cuerpo humano!
ResponderEliminarApostaría que entre tanto predador facial asomaba, estoico, un particular bigote...