28 de julio de 2009

Elogio del sol


26 de julio

En la mañana, Laura y Marcelo me acompañaron a la ruta para despedirme. Allí subí a un micro que me depositó en la entrada a Cabo Polonio. De allí mismo tuve que tomar un camión que te lleva entre los médanos hasta la villa.
Laura había hablado con una amiga que tenía una cabaña para 6 personas en Cabo Polonio y me la alquiló por dos días a un buen precio. La experiencia de la soledad en aquel lugar inhóspito me seducía.
En el camión conocí dos tipos bastantes hippies con los que me puse a conversar enseguida. Mientras compartíamos los sentires por la conmovedora belleza que nos rodeaba, uno de ellos dijo que sólo faltaba que te sirvieran un trago allí. Entonces saqué la petaca de whisky que había comprado junto a otras provisiones en El pinar, y se la entregué.
Ese fue el comienzo de una nueva amistad. El otro era dueño de un hostel en la playa, y el que ahora tomaba un largo de trago de mi petaca, un amigo de toda la vida que estaba de visita. Me invitaron a visitarlos cuando quisiera.

Cabo Polonio es un caserío con mar a ambos lados y un faro en la punta. De belleza ostensiblemente natural, conservada como un refugio, sin luz eléctrica ni ningún servicio, agua de pozo, velas, como mucho una garrafa para el gas o energía de luz solar si se tienen paneles. Viven entre 50 y 70 personas en invierno. Creo no haber cruzado más de 15 en los dos días que estuve.

La casita era un sueño, levantada sobre una lomada, frente al faro y una vista al mar prodigiosa. Pero la noche me agarró de improvisto. La temperatura descendió abrupta y ferozmente y el frío me despertó a las dos y pico de la mañana como si mil ametralladoras me estuvieran dando balazos en todo el cuerpo. Comencé a quitarle a las otras camas todos los abrigos disponibles y armé una montaña sobre mí que pesaba casi hasta aplastarme. 5 frazadas, 2 acolchados y la ropa puesta, no pudieron combatir el frío que, obstinado, insistía en dormir conmigo, o mejor dicho, no dejarme dormir. 

Entonces me di cuenta de la salamandra. El tema es que no tenía leña y a esa hora no habría forma de conseguir. Sin embargo, recordé que la despensa tenía la leña afuera. Me abrigué lo más que pude, y guiado a penas por la luz de la linterna de mi celular, medio desorientado atravesé la noche helada de humedad y me robé toda la leña que pude.
Al encender la salamandra, descubrí que la leña estaba mucho más que húmeda y mientras los leños chorreaban agua hacia afuera, un humo llenó la cabaña a un punto que tuve que abrir puertas y ventanas y perder el poco calor que había acumulado del día. Finalmente, la leña se fue secando en el fuego y pude recuperar algo de calor pegado al fuego. La noche fue un extravío onírico en el cual la realidad parecía pesadilla. Dormí poco y mal, hasta que me despertó la luz del día. Como una recompensa por estar vivo, la ventana me regaló un descomunal amanecer sobre el mar. El fuego y el agua me brindaron un espectáculo de colores y destellos. Venía el sol a calentarlo todo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario