En algún momento me dí cuenta que ya lo había retenido en la memoria, y decidí confiar en ella. Creí positivo vencer ese reflejo, proveniente de mis miedos a una ciudad grande y desconocida, un idioma incomprensible y la noche profunda dándome la bienvenida.
A pesar de todo, llegué sin problemas a la casa de Luis.
Con él ya había chateado, en su perfecto español escrito, y me resultaba un tipo muy simpático y generoso, que me ofrecía alojamiento en su casa, sólo por tener una amiga en común. Laura me había comentado que además, hablaba español tan bien como ella y como yo. Era un brasilero bastante argentinizado, y eso me daba total confianza.
Sentate, me dijo. Me senté esperando que el tipo me sirviera un plato de comida, sin embargo, se puso a comer como si nada.
Esperé unos minutos, y Luis seguía comiendo en silencio.
Puedo pedirme algo por teléfono, le dije. Ah no, servite, me contestó.
Sólo quedaba algo de arroz condimentado, con el que acompañaba su plato principal.
Me serví, lo probé y no lo pasé. Con esfuerzo, logré tragar unas cucharadas. Encima no tenía vaso, para bajarlo con un poco de jugo que en la botella en el centro de la mesa se volvía un bien preciado. Le pedí un vaso y me lo trajo, pero no me sirvió. Me serví yo mismo, y sentí un inmenso placer al comprobar que era jugo de mandarinas exprimido.
En realidad no tenía mucha hambre, le dije. Me levanté y volví el arroz a la olla de donde lo había sacado, y de donde nunca debía haber salido.
Me senté frente a él nuevamente, esperando conversar un poco. Sin embargo, Luís seguía atento a su cena, casi sin prestarme atención.
Luis tiene unos 34 años, y a pesar de una calvicie prominente, se lo ve atlético y vital.
Aparentemente, no pensaba alterar en nada con mi presencia, el desarrollo normal de su vida personal, privada, individual, única y feliz.
Ya como un desafío, me decidí a forzarlo a la comunicación, y comencé a hacerle preguntas. Sobre su trabajo, la ciudad, el barrio, el transporte, su excelente español, el jugo de mandarinas exprimido, el gato, la comida del gato, el condimento del arroz, la ausencia de muebles en la casa y la ventana abierta con ese frío. Luis respondía monosilábicamente.
Luego de recibir tantas mini respuestas, que no alcanzaban a responder mis preguntas, pensé que el fútbol sería “El vínculo”, la llave que abriría una larga conversación que nos llevaría a recordar partidos inolvidables, goles, mundiales, Pelé, Maradona. La gloria misma, golpearía la puerta de la casa de Luis para escucharnos, en esa ciudad que respira fútbol, que en pocos minutos me había entregado incontables hombres y mujeres vistiendo la camiseta de Gremio o de Internacional, una ciudad dividida en dos en una guerra fría futbolera.
Lancé el dardo certero, filoso, con la seguridad de quién canta un envido con treinta y tres de mano:
- Y vos, sos de Gremio o de Inter…
Mis palabras retumbaron en el espacioso comedor, gigante y vacío, como un Maracaná despoblado.
- Yo soy de Boca- me dijo sonriente, feliz, iluminado. Se levantó y subió las escaleras dando saltos de a varios escalones. Reapareció tranquilo, vistiendo la camiseta de Boca, llegó abajo y se dio vuelta, para mostrarme el número 10 y la inscripción “Román” en la espalda. Luego se sentó a terminar su plato de comida.
En ese instante, decidí que al día siguiente buscaría un hotel donde quedarme, hasta conseguir un lugar definitivo.