Deborah es un contacto político que me pasaron compañeros de mi partido. En realidad, ella era un cuadro político-técnico del PT (Partido dos Trabalhadores, aclaro para que el lector evite el chiste fácil), pero desde hace unos años se radicó en Florianópolis, y se dedica a traer contingentes de italianos a la isla, y a llevar brasileños a la península, particular intercambio de geografías. De cualquier modo, no tuvo inconvenientes en encontrarse a tomar un café conmigo y charlar un poco de política. Deborah es gordita y petisa, de una redondez pacmaniana, simpática, sonriente, carismática, enérgica; no tardó mucho en conquistar mi corazón, ni mucho más en invitarme a pasar con la morocha, el fin de semana largo del 12 octubre en su casa en Florianópolis, esa bella isla conocida también como Floripa. Me resistí un poco a aceptar, porque nuestra economía en Brasil es muy limitada, pero ella insistió con que hospedaje y comida estaban garantizados, y que sólo tendríamos como gran gasto los pasajes de ómnibus. Y así fue. Llegamos con un techo de nubes oscuras y amenazantes, tan bajo como un cielo raso. Nos contaron que hacía dos semanas que no se veía el sol. Sin embargo, Deborah reservó un automóvil de alquiler para llevarnos a recorrer la isla al día siguiente. La primer tarde paseamos por el centro de la ciudad, y por la noche degustamos unos deliciosos camarones propios de esas costas que Deborah preparó con dedicación.
La mañana se presentó con un sol inesperado y fuerte. Con la morocha salimos corriendo a desayunar en la playa, me di un chapuzón en el mar, y luego nos recogió Deborah con el auto alquilado. Su amiga Betti también nos acompañó. Betti vive con ella, pero el lunes se mudaría a Porto Alegre por trabajo. Pasamos un bello día conociendo playas maravillosas, paisajes típicos de Brasil, y almorzamos en un lindo restaurante donde probamos los sabores de la isla. Para el día siguiente, planeamos realizar un paseo en barco por la mañana a una isla vecina, donde había una fortaleza de la época del imperio. Nos sorprendimos al enterarnos que en verano, la excursión valía $ 100 argentinos más cara. De R$ 20 se iba a R$ 70. El viaje fue entretenido y placentero. Descubrí que el guía que nos tocó no era brasilero, con sólo escucharlo, lo cual habla de la mejora de mi relación con el portugués, y la fineza auditiva que he desarrollado a esta altura. Mucha agua ha pasado bajo el puente, desde aquél chofer del micro en Chuy, al que nunca pude comprender. El idioma ha dejado de ser una barrera. El guía era uruguayo.
El último día lo pasamos ayudando en la mudanza de Betty, cosa que hubiéramos hecho de todos modos, no fue porque llovió condenadamente. Era lo menos que podíamos hacer después de tanta calidez y generosidad.
Deborah se sumó a lista de los que me han brindado hospedaje en su casa, desde que salí de Buenos Aires. El negro y Andrea en Montevideo, Laura en el Pinar, Luis en Porto Alegre, al igual que Sergio, en la misma ciudad. Tengo la sensación que no será la última.
Algunas semanas después de haber huido de la casa de Luis, me lo encontré en msn. Con cierta culpa y un toque de demagogia, lo saludé para excusarme personalmente por mi desaparición, y para felicitarlo por su pronto casamiento. Laura me había contado días atrás que Luis la invitado a su fiesta de casamiento, pero ella estaba tan enojada por la actitud que Luis había tenido conmigo, que decidió no ir. Traté de convencerla de lo contrario, porque no me gustaba nada que aquella experiencia, que yo consideraba poco relevante, influyera en su decisión. Después de todo, yo valoraba que el tipo me había entregado las llaves de su casa siendo un desconocido. Pero Laura estaba muy enojada, para eso no recibas gente, concluyó. Luis se alegró por el saludo, y con absoluta naturalidad me invitó al casamiento. Mi primera reacción, fue improvisar algunas excusas, que Luis rechazó directamente, como la falta de ropa para la ocasión. Luego titubee un poco, y al final le dije que trataría de ir. Dale porteño, venite con tu esposa, me dijo, la vamos a pasar bien. Tras varios días de indecisión, le confirmé nuestra presencia. Se me ocurrió que estaríamos ocupando el lugar de Laura.
Desde que llegué a Porto Alegre, suele llover, aproximadamente, durante dos días seguidos, cada tres días. Claramente, lo mío no son ni las matemáticas ni los problemas de lógica, pero puedo asegurar que en esta ecuación, los jueves siempre llueve.
Después de buscar bastante, conseguí un lugar donde jugar al fútbol.
Los brasileros son muy ordenados, armaron 3 equipos, juegan partidos de 20 minutos, el ganador queda, y cada 5 minutos, alguno de afuera avisa que hay que cambiar el arquero. Mientras me tocó atajar, hicimos un gol, y cuando los contrarios sacan del medio, uno me patea al arco desde atrás de la mitad de cancha. Yo me agaché y dejé pasar la pelota, porque en cualquier país normal (que no sea 5 veces campeón del mundo), el gol de atrás de mitad de cancha, en futbol salón, no vale. Sin embargo, todos los contrarios gritaron el gol, riéndose porque yo estaba “jugando con reglas argentinas”, y lo peor de todo es que lo dieron como válido, a pesar de que era clara la situación de que, a propósito, la había dejado entrar en el arco. En el trámite del partido, en una jugada en que me pasaron la pelota entre las piernas, todos gritaron “ole”, los rivales, y los que estaban afuera. ¿Por qué tanta saña? Los brasileros no soportan que el jugador más grande de la historia sea argentino. Gracias D10S.
Porto Alegre es la capital del perro salchicha. Calculo que de cada 3 perros, 2 son salchicha, y el restante es un perro de tamaño pequeño. Nada de ovejeros alemanes, boxers, dogos, etc, es decir, ningún perro como la gente.
Cada uno de nosotros tiene un doble en Porto Alegre. Tal vez algo imperfecto, no idéntico, pero de seguro bastante parecido. Ya he visto a los dobles de algunos amigos, familiares, conocidos, incluso de personas que no veo hace muchísimo tiempo, u otras que nunca más volví a ver. Todavía camino atento, tratanto de encontrar el mío. Tal vez lo invite a tomar un café, tal vez intente asesinarlo...
A los pocos días de nuestra llegada al departamento, un murciélago se instaló en la parte de afuera del aire acondicionado. Al principio, solo lo escuchábamos por la noche. Con el tiempo, empezó a cantar a cualquier hora, y desde hace unos días notamos que está dialogando con otro, ahora son 2. ¿Batman y Robin?
Los colectivos en POA tienen un hombre que vende el boleto y un molinete junto a él. También poseen teléfono público, aire acondicionado y tacho de basura. El boleto tiene un precio único de R$ 2, 30, es decir $ 4, 50 aprox. Viajando hacia la casa de Sergio, le pregunté al boletero si nos dejaba en tal lugar, y no sólo él, sino también la mayoría de los pasajeros que se encontraban en los primeros asientos, comenzaron a explicarnos que habíamos tomado el ómnibus en la dirección contraria. Como ya habíamos pasado el molinete, tuvimos que pagar igual. Un mes después, Sergio nos invitó a cenar a la casa, salimos muy distraídos, y volvimos a cometer el mismo error.
La Casa de la Cultura Mario Quintana es un centro cultural perteneciente al municipio maravilloso, colmado de actividades, en un viejo y bello edificio en el centro de la ciudad. En el séptimo piso tiene un bar muy agradable, con una vista que alcanza parte de la costanera. Al bar llegué en un día de mucho calor. Como no tenía demasiado dinero, pedí algo llamado “garotinho”, que es un vaso pequeño de cerveza. Al rato que lo terminé, vino la moza y dijo algo señalando el vasito de vidrio. Entendí que me preguntaba si lo podía retirar y le dije que sí. Se lo llevó, y al minuto apareció trayéndome otro garotinho. Puta madre, y yo que no quería gastar. Como había contestado que sí a su pregunta, no pude rechazarlo. Al rato que lo terminé, vino otro mozo, y me hizo la misma pregunta. Esta vez, le dije que no, retiró el mini chopp y ya no volvió.
Debo reconocer que una vez llegado a Porto Alegre, este relato ha perdido un poco de gracia, no hay viento más que la suave y cálida ventisca que puede soplar en el Parque da Redenção. Si bien me siguen sucediendo aventuras dignas de contar, el último capitulo lo escribí sin ganas, y debe haber aburrido a los lectores tanto como a mí.
De hecho, éste que acabo de comenzar, se tornará poco menos pesado que un trasatlántico, si abundo en los detalles de nuestra instalación en POA.
De ello, sólo diré que los siguientes 2 días y sus respectivas noches, los pasamos en la casa de Sergio, un pianista argentino que vive aquí, junto a su esposa brasilera y sus dos hijos argentobrasileiros, mientras esperábamos la llegada del lunes para poder habitar nuestro departamento. Sergio es una persona encantadora, que nos dio todo lo que estaba a su alcance para hacernos sentir cómodos, y trabamos una amistad que trascenderá este encuentro fruto del destino.
Así que he decidido de aquí en más, para no aburrirnos, contar en “breves brisas”, siempre más dinámicas y de lectura veloz, algunas de las cosas que suceden en POA, mientras espero el próximo viento que me empuje hacia algún otro sitio.
La noche fue durísima. Pasé mucho frío (otra vez el frío), y la ropa de cama olía a infinitos huéspedes, cientos de desconocidos que dejaron sus mugres y transpiraciones nocturnas. El colchón era tan grueso como una grande de muzzarella, y las maderas se dibujaban en mi espalda, de tal manera que acostarse era una tarea digna de un faquir. Casi no dormí, me levanté temprano y encontré a Luis saliendo a trabajar, con una energía exultante, y un buen humor poco común a esa hora, para cualquier ser humano razonable. - Te dejo la llave, porteño, manejate- me dijo con una sonrisa de oreja a oreja moviendo el llavero como una sortija de calesita. Ni bien se fue, me dispuse a darme un baño caliente. No sólo estaba sucio, sino que me sentía totalmente destemplado de haber chupado tanto frío. Me desnudé y abrí la ducha esperando que calentara. Grave error. El agua salía helada y ni amagó a entibiarse, mientras mi cuerpo desnudo se enfriaba cada vez más. Volví a vestirme, con más resignación que bronca. Me preparé unos mates para calentarme y desayunar algo, tomé un vaso de jugo de mandarina exprimido de la noche anterior, y salí hacia el centro en busca de un hotel. A las 5 de la tarde llegaba la morocha y debía recogerla en el aeropuerto con el tema resuelto. Hasta el mediodía, vagué por las ruas, mapa en mano, averiguando precios y comparando calidades de hoteles. Finalmente me decidí por uno, poco costoso, limpio y un conserje amable que me había caído muy bien. De todos modos, era un gasto que no podríamos afrontar por mucho tiempo, como tope unos tres días, así que debíamos conseguir un lugar definitivo con esa urgencia.
A las 4 de la tarde entré al metro para ir al aeropuerto. La mujer de la boletería, una negra muy simpática que hizo relucir sus dientes con varias sonrisas, me explicó que luego de bajarme en la estación, habría un colectivo que me alcanzaría hasta las terminales, porque quedaban bastante lejos de la estación. Al llegar tuve que cruzar un puente peatonal interminable, que se erigía sobre una autopista de varias manos. Había un colectivo detenido en la vereda, que arrancó justo cuando salí del puente. Quedé allí solo por un momento, hasta que llegó una chica. Entonces le pregunté a ella si allí paraban los colectivos que te llevaban gratis después de tomar el metro. Se rió mucho y me dijo que tales ómnibus no existían, y justo vino un micro. Ella lo detuvo porque era su colectivo, pero le preguntó si pasaba por adentro del aeropuerto, aparentemente le contestaron que sí, y me hizo subir con ella, me pagó el boleto con su tarjeta magnética y no permitió que le devolviera el dinero. Luego me indicó cuando bajar. El viaje no había sido de más de 500 metros. La despedí con un beso y le agradecí varias veces, sin saber si los brasileros son así, o sólo tuve la suerte de cruzármela.
Ingrid llegó con Fernando, y allí conocimos a Miguel, ambos argentinos. Miguel hace un año y medio que está estudiando en POA, y Fernando vino por el mismo programa de intercambio que la morocha. Miguel se ofreció a acompañarnos a buscar departamento al día siguiente, ya que conocía el circuito de los lugares que alquilan a extranjeros. Así que quedamos en juntarnos a la mañana siguiente con ese fin. Nos despedimos hasta entonces, tomamos un taxi y fuimos al hotel. Ingrid había traído el grueso de las valijas para quedarnos los 4 meses, tres valijas pesadas como elefantes, que se iban descuajeringando en sus manijas, cuánto más las movíamos. Yo tenía que ir a buscar mi mochila a la casa de Luis, que me había dicho que cerca de las 8 volvía de trabajar. Así que, luego de recomponerme con una ducha caliente, me dirigí a buscar mis cosas y devolverle la llave. Llegué unos minutos antes de las 8, y Luis no había regresado. Me quedé esperando en silencio en el comedor semi vacío. En algún patio cercano maullaba un gato. Ocho y media decidí llamarlo por teléfono al celular, cuando comenzó a llamar, el celular sonó lejano, pero claramente en la habitación de Luis. Se lo había olvidado. Entonces pensé que Luis no sabía que yo me iba, y si le había surgido algún plan después del trabajo, podría volver a cualquier hora, y yo quedaría varado ahí, mientras Ingrid me esperaba en el hotel. Así que decidí dejarle una nota. Busqué un papel, saqué mi birome, y le escribí agradeciendo su hospitalidad y la gentileza de haberme recibido, y lamentando no haber tenido el tiempo suficiente para explicarle que “Boca no existe”. Por último le indiqué en qué lugar del jardín le dejaba las llaves escondidas. Agarré mis cosas, y “si te he visto no me acuerdo”, me dije.
Subí al metro con un papel en el bolsillo, en el cual había anotado las instrucciones para llegar a la casa de Luis.
Compulsivamente, lo miré muchas veces más de las necesarias. Leí una y otra vez, el nombre de la estación en la que debía bajarme, por dónde debía continuar caminando, en qué calle debía doblar y buscar la numeración indicada. En algún momento me dí cuenta que ya lo había retenido en la memoria, y decidí confiar en ella. Creí positivo vencer ese reflejo, proveniente de mis miedos a una ciudad grande y desconocida, un idioma incomprensible y la noche profunda dándome la bienvenida. A pesar de todo, llegué sin problemas a la casa de Luis. Con él ya había chateado, en su perfecto español escrito, y me resultaba un tipo muy simpático y generoso, que me ofrecía alojamiento en su casa, sólo por tener una amiga en común. Laura me había comentado que además, hablaba español tan bien como ella y como yo. Era un brasilero bastante argentinizado, y eso me daba total confianza.
En el metro, me sentí realmente extranjero entre las personas que volvían del centro. Miraba hacia afuera tratando de no perderme nada, miraba esos rostros bellos de mixturas de razas, y mirando hacia mi interior, me puse a silbar un tango.
Cuando toqué el timbre de la casa, Luis estaba cenando. Eran pasadas las once de la noche. Entramos, me preguntó si tenía hambre y le contesté que sí. Sentate, me dijo. Me senté esperando que el tipo me sirviera un plato de comida, sin embargo, se puso a comer como si nada. Esperé unos minutos, y Luis seguía comiendo en silencio.
Esa actitud no sólo me desorientó, también me puso incómodo, pero como ya estaba en el baile, me lo tomé con tranquilidad. Puedo pedirme algo por teléfono, le dije. Ah no, servite, me contestó. Sólo quedaba algo de arroz condimentado, con el que acompañaba su plato principal. Me serví, lo probé y no lo pasé. Con esfuerzo, logré tragar unas cucharadas. Encima no tenía vaso, para bajarlo con un poco de jugo que en la botella en el centro de la mesa se volvía un bien preciado. Le pedí un vaso y me lo trajo, pero no me sirvió. Me serví yo mismo, y sentí un inmenso placer al comprobar que era jugo de mandarinas exprimido. En realidad no tenía mucha hambre, le dije. Me levanté y volví el arroz a la olla de donde lo había sacado, y de donde nunca debía haber salido. Me senté frente a él nuevamente, esperando conversar un poco. Sin embargo, Luís seguía atento a su cena, casi sin prestarme atención. Luis tiene unos 34 años, y a pesar de una calvicie prominente, se lo ve atlético y vital. Aparentemente, no pensaba alterar en nada con mi presencia, el desarrollo normal de su vida personal, privada, individual, única y feliz. Ya como un desafío, me decidí a forzarlo a la comunicación, y comencé a hacerle preguntas. Sobre su trabajo, la ciudad, el barrio, el transporte, su excelente español, el jugo de mandarinas exprimido, el gato, la comida del gato, el condimento del arroz, la ausencia de muebles en la casa y la ventana abierta con ese frío. Luis respondía monosilábicamente. Luego de recibir tantas mini respuestas, que no alcanzaban a responder mis preguntas, pensé que el fútbol sería “El vínculo”, la llave que abriría una larga conversación que nos llevaría a recordar partidos inolvidables, goles, mundiales, Pelé, Maradona. La gloria misma, golpearía la puerta de la casa de Luis para escucharnos, en esa ciudad que respira fútbol, que en pocos minutos me había entregado incontables hombres y mujeres vistiendo la camiseta de Gremio o de Internacional, una ciudad dividida en dos en una guerra fría futbolera. Lancé el dardo certero, filoso, con la seguridad de quién canta un envido con treinta y tres de mano: - Y vos, sos de Gremio o de Inter… Mis palabras retumbaron en el espacioso comedor, gigante y vacío, como un Maracaná despoblado. - Yo soy de Boca- me dijo sonriente, feliz, iluminado. Se levantó y subió las escaleras dando saltos de a varios escalones. Reapareció tranquilo, vistiendo la camiseta de Boca, llegó abajo y se dio vuelta, para mostrarme el número 10 y la inscripción “Román” en la espalda. Luego se sentó a terminar su plato de comida. En ese instante, decidí que al día siguiente buscaría un hotel donde quedarme, hasta conseguir un lugar definitivo.
Uwe, el alemán dueño del hostel “El diablo tranquilo”, en Punta del Diablo, merece un párrafo. Pelo rubio y largo, ojos azules, bronceado, cincuentipico de años, flaco, una extraña mezcla entre atlético y arruinado. A las 11 de la mañana nomás, arrancaba con la cerveza, y tenía el vaso en la mano todo el santo día, tomando sin parar. Sin embargo, nunca lo vi tambalearse, ni que se le trabara la lengua al hablar. De vez en cuando, armaba un cigarro mezcladito de tabaco y marihuana, porque según me explicó, el porro puro le hacía mal a la garganta. Una tarde le convidé un mate, y me contestó: no, no, eso me puede arruinar el estómago.
El amigo de Uwe, también alemán, era una tipo de singular barba, casi lacia y extensa, como algún imaginado Jesucristo. Con él compartí las dos noches que allí estuve, conversando entre copas de vino o de grappa. En esos convites, me contó que hacía casi 20 años, había salido de Buenos Aires para recorrer el mundo, y que al llegar a Punta del Diablo, abandonó la travesía y se quedó allí para siempre. “El mundo comprende desde Buenos Aires a Punta del Diablo”, me dijo sonriente, con su imperfecta pronunciación del español.
La cocina del hostel de Uwe, estaba en un patio-aterrazado en el primer piso. Con una bella vista al mar, la presumo ideal en verano. Pero en invierno, cocinar allí no sólo fue complicado por el frío, sino porque cuando soplaba el viento la hornalla se apagaba inexorablemente. Por este motivo, tardé más en cocinar un par de salchichas, de lo que tardo en hacer un asado.
El micro comenzó a rodar, y a los pocos minutos de salir a la ruta, llegó a la aduana brasilera. Como yo debía hacer la entrada al país, me paré rápidamente y encaré por el pasillo hacia la cabina del chofer, para avisarle que debía bajar allí a realizar el trámite. El hombre ya estaba avisado, asi que se detuvo y dobló repentinamente al estacionar, haciéndome perder el equilibrio, y caer sobre una anciana que viajaba sola en el primer asiento. La mujer me dijo algo en portugués, que interpreté como una frase amable por el tono de su voz, más no pude descifrar una sola palabra. Luego de sellar el pasaporte, y apurado por el chofer, volví a mi asiento. Dediqué unos minutos a tratar de entender lo que hablaban la señora con su pequeño hijo, que iban en los asientos delante del mío. El ejercicio resultó un fracaso. Sólo alguna palabra que coincidía con el español, me regalaba un instante de ilusión, pero del resto de la conversación no entendía nada. Ante la frustración, y el nerviosismo de llegar a un país en el que no comprendía el idioma, me puse los auriculares para escuchar música. El micro entró a un pueblucho de mala muerte donde subieron algunas personas más, y luego salió a la ruta, tan llana como la ruta 2. Mientras me consolaba el oído con bonitas canciones, el ómnibus ingresó en una zona natural protegida, y enseguida el verde se llenó de liebres y aves de muchos tipos, colores y tamaños.
No podía creer la cantidad de liebres, ahí nomás, al costado de la ruta, viviendo sus liebrescas vidas, custodiadas solamente por el alambrado y los carteles que se exhiben solitarios, cual espantapájaros, cada tantos kilómetros. Brasil comenzaba a mostrarme su exhuberancia ni bien me adentraba en su interior, tan lejos sin embargo, de esa verde ostentación llamada Amazonas. A través de la ventanilla, me impresionaban los picos alargados de las aves, sus vuelos garabatos, las posturas señoriales en los charcos; y las liebres, libres, y tan gordas como cerdos.
Cansado de escuchar música, saqué mi cuaderno y comencé a hacer mis anotaciones. Estuve escribiendo con letra imprecisa, sorteando los movimientos bruscos que entregaba el asfalto. Escribí hasta que oscureció, ahí guardé el cuaderno y me quedé dormido. Desperté cuando el colectivo se detuvo. El chofer anunció que teníamos 15 minutos para bajar a tomar un café. Era un parador en la ruta, enorme y bien iluminado. Antes de entrar, pasé por el baño que estaba afuera del lugar, hacía mucho más frío del que había presumido. En el baño, un viejo que iba conmigo en el micro me habló. - No entendo portugueis- le dije precariamente, contrariado otra vez con el idioma. - Te estoy hablando en castellano, pibe- me contestó el viejo. - Ah, disculpe, se ve que cerré el oído porque no les entiendo un carajo a los brazukas. - Yo te preguntaba si sos del MPP. El viejo era uruguayo y había visto el calco del Movimiento de Participación Popular, que me habían regalado en Montevideo, cuando fui a visitar el local de los Tupamaros, y traía pegado en mi cuaderno. Entonces nos pusimos a hablar de política, de Argentina y de Uruguay. Entramos al bar, tomamos juntos el café, sabroso y barato, y volvimos al micro. Arriba, nos aunamos definitivamente cuando se mudó al asiento junto al mío, que estaba desocupado como la mayoría de las butacas. Del interior de su campera, sacó una petaca de vodka, que fuimos compartiendo de a tragos mientras me contaba de su militancia en los tupa, de la clandestinidad y de la lucha armada. Ruben hablaba bajo y cansino, tenía que esforzarme para escucharlo, y en muchas ocasiones debí pedirle que repitiera lo que había dicho. También escuché atento, entre sorbo y sorbo, que se dirigía a Sao Paulo, al cumpleaños de su hija, a quien había conocido hacía un año atrás.
Desde Porto Alegre a Sao Paulo, tendría que hacer dedo, porque no contaba con más dinero. Lamenté estar en similar estado económico. La petaca se vació antes de llegar a Porto Alegre, entrada la noche. El viejo Ruben y yo nos despedimos con abrazos, promesas de futuros reencuentros, y escrituras de mails. Me acompañó a tomar el Metro, esperó a que sacara el boleto y recién nos dimos el adiós cuando crucé el molinete. Ya iba camino a la casa de Luis, el amigo de Laura que me hospedaría en los primeros días.
A las 8 AM debía tomar el micro que me llevaba con destino a Chuy, la ciudad de frontera entre Uruguay y Brasil. Allí, tenía que buscar otro que me depositara en Porto Alegre, donde me esperaba un amigo de Laura que me hospedaría por unos días hasta que consiguiera algo para alquilar. El colectivo llegó con unos cuarenta minutos de retraso. Sueño y frío me acosaban por igual. Los pasajeros eran mayormente niños que desde Punta del Diablo y de otros poblados cercanos, se dirigían a la escuela en Castillo, última parada importante antes de Chuy, según deduje. También algunos trabajadores se trasladaban a sus quehaceres. Sólo un pequeño niño tuvo el valor o la inconsciencia de sentarse junto a mí, y soportar el olor a humo y humanidad, que emanaban de mi ropa y de mi cuerpo. Al cabo de una hora por lo menos, luego de que prácticamente se vaciara de pasajeros en Castillo, me dormí. Desperté cuando el chofer me zamarreó para indicarme que había llegado a Chuy. Bajé a la calle entre dormido y disipado, no tenía ni idea cómo continuaría hacia Porto Alegre, así que comencé a preguntar. Me indicaron cómo llegar a la rodoviaria, es decir, a la terminal de ómnibus brasilera. Era casi mediodía.
Luego de caminar unas cuadras bajo el sol, me entreré que ya estaba en Brasil porque las personas hablaban en portugués, y los carteles de los comercios estaban escritos en ese idioma. No tardé demasiado en deducir que una avenida separaba Uruguay de Brasil. En la misma avenida, de una vereda era un país y de la de enfrente otro. Crucé varias veces, Brasil, Uruguay, Brasil, Uruguay, Uruguay, Brasil, en un juego netamente infantil que me permití. También noté que del lado brasileño Chuy se llama Chui. Llegué a la rodoviaria y compré el pasaje a Porto Alegre. Faltaban casi dos horas para que saliera. El empleado que me expendió el pasaje me explicó algo obvio que a mi se me había pasado, para ingresar a Brasil primero debía hacer la salida en la aduana uruguaya. Para ello debía volver sobre mis pasos, llegar a la ruta por la que había entrado, y caminar más de un kilómetro hasta la aduana de Uruguay, por la cual pasé dormido en el micro. Todo eso cargado con las mochilas que ya comenzaban a pesar.
Chuy es una ciudad de frontera como tantas otras, muy comercial, a la vez chata y desangelada. Una pared pintada con aerosol del lado uruguayo rezaba “Bienvenidos a esta escoria llamada el Chuy”. Imaginé que lo escribió algún joven del lugar expresando su disconformidad con la vida en Chuy. Tal vez una adolescente rebelde y bella. Lo encontré tan audaz como poético.
Recorrí las calles polvorientas hasta salir a la ruta. En la aduana, un tipo en una ventanilla me selló el pasaporte. Luego me ofreció alcohol en gel. Puse la mano como para recibir una moneda de vuelto en un kiosco, o bien una limosna, y cayó el chorrito del espeso y transparente líquido. Lo pasé por ambas manos sonriente, y el tipo mostró un gesto de conformidad y aprobación entre las arrugas de su cara flaca, cubierta por una barbilla de pocos días. Salí a la ruta nuevamente y ante el primer automóvil que se aproximó, comencé a hacer dedo. Paró de inmediato. Era una camioneta vieja, de marca japonesa, conducida por un hombre algo obeso vestido de mameluco gris. - Hasta donde vas, flaco- me dijo con voz ronca. - Hasta el Chuy- contesté tímido. - Ya estás en el Chuy, flaco- replicó algo socarrón. - No, pero yo voy al centro- Mientras señalaba el camino con el índice, fue lo único que se me ocurrió como argumento para justificar esas 20 cuadras que no quería caminar de nuevo. - Bué… subí. Mientras conducía, desembuchó toda una perorata de que antes se hacía dedo sólo por distancias largas, que los jóvenes ahora son unos vagos que no quieren caminar, que por dos cuadras te hacen dedo, y una serie de recriminaciones que expresaban su disgusto. Me mantuve en silencio y cuando vi la plaza le dije “por acá está bien”, le agradecí que me incluyera entre "los jóvenes de hoy en día", tomé la mochila de la parte trasera de la camioneta, y me quedé por ahí esperando que se fuera. El hambre comenzaba a apurarme así que decidí buscar un bar, y tomar un café con leche. Como no encontraba ninguno, tuve que preguntar. Me dieron precarias instrucciones que no entendí, así que caminando sin mucho sentido, encontré lo que debiera ser el hotel de Chuy. Como los precios eran demasiado altos para mi bolsillo, solicité el café con leche pero con la condición de que me dejaran comer mis propias galletitas que traía en la mochila. La mujer del bar del hotel, accedió casi sin hablarme mientras lavaba vajillas. Salí con el estómago reconfortado, directo a la rodoviaria, media hora antes del horario de partida.
El ómnibus llegó unos 20 minutos tarde. Una mujer y yo, éramos los únicos pasajeros. El chofer tomó mi mochila con amabilidad y me hizo algún chiste, pero como hablaba portugués no comprendí. Ese fue mi primer contacto real con el idioma, y me di cuenta que iba a tener serios problemas en los próximos días. Antes de partir, subieron otras personas, una pareja con su hijo, un joven y un viejo.
La mayor parte de lo aquí publicado hasta el momento, fue escrito en micros de larga y media distancia, en hostels, en bares o en la playa, en mi cuaderno de anotaciones o sobre el computador directamente.
Los jóvenes en Montevideo utilizan la expresión “salado” tanto para algo muy bueno, “está salado”, o sea buenísimo, genial; como para algo muy malo, “está salado”, o sea, pesado, peligroso. De este modo, todo el tiempo dicen salaaadoooo. ¿Qué gusto tiene la sal?
Una noche en un bar en Montevideo, gracias a la computadora portátil, cené con la morocha vía skype, como el rusito de la propaganda de las sopas Knorr Suiza.
En las horas de soledad que he pasado, sobre todo en Cabo Polonio, desarrollé la capacidad (¿capacidad?) de hablar solo. Me hago comentarios, digo pensamientos, voceo ciertas decisiones en el momento en que las tomo, como por ejemplo: “mejor doblo acá”. Ahora que mantengo el hábito en la ciudad, me he ganado más de una mirada de desconfianza.
Otro hábito adquirido en Uruguay es el de fumar tabaco suelto, ya que un paquete de cigarrillos industriales es excesivamente caro para mi bolsillo. Esto mejoró sustancialmente mi habilidad de armar cigarros y por añadidura, porros. Sé que muchos amigos se alegrarán de ello.
Fue en Cabo Polonio, cuando intenté prender mi primer fuego en la estufa. Como no encontraba el modo de que los leños ardieran, bajé a la proveeduría a ver si conseguía algún producto para idiotas inexpertos como yo. La bajada era en un terreno cubierto de pasto, desnivelado, con partes llenas de agua, y en plena oscuridad. En el almacén había un grupo de tipos tomando vino, que se burlaron de mí sin reparos cuando conté que no podía prender el fuego. Luego de las risas estridentes y chistes que ni siquiera entendí, me vendieron una bolsa enorme de piñas, que según me explicaron, son inflamables como la nafta. Era cierto. De todos modos, la leña que había encontrado en la cabaña estaba muy húmeda, así que perdí mucho tiempo y derroché varias piñas, tratando de encenderla. Finalmente, cuando decidí rematar mi orgullo y exponerme a nuevas bromas bajando a comprar leña, la despensa ya estaba cerrada y ni rastro quedaba de los parroquianos. Como la leña la tenían bajo un toldo, pero al alcance de cualquiera, me robé un paquete y volví a la casita perseguido por la luz del faro en la noche abierta. Luchando contra el frío esa noche, me llené de olor a humo. El resto del viaje, llevé ese olor terrible como estandarte, ya que no me quedaba ropa limpia para cambiarme. Mi mochila, mi gorro de lana y todas mis prendas olieron a humo de ahí en más.
Me levante cerca del mediodía y preparé algo de comer, acompañando el morfi con unos mates de yerba brasilera a esta altura del viaje.
Luego salí, bajo un cielo totalmente despejado, a dar una caminata por la costa, con rumbo norte.
Primero recorrí unos cien metros de playa, después la ribera se volvió completamente rocosa. Entre peñascos y médanos, fui caminando, dando saltos, esquivando irregulares geografías, avanzando lentamente. Algunas olas se hacían ver estallando contra las piedras, el mar desplegaba su bravura aún sin ayuda del viento.
A ese ritmo cauto, llegué al fin de ese terreno y se abrió una suerte de bahía, donde el mar entraba como pidiendo permiso, casi sin olas. Quedaba sólo un metro, como un pasillo de arena, entre la orilla y los médanos. Ni bien pude bajar, caminé por esa minúscula playa, sólo poblada por varios caracoles y una que otra botella, una ojota probablemente perdida por algún antiguo veraneante, y algún que otro desecho plástico.
El mar suele devolver a la playa la basura humana.
En tanto, el sol extendía su reflejo sobre el agua marina, logrando una extraordinaria beldad.
No muy lejos divisé un bulto, como una gran bolsa de papas, vaya uno a saber qué podía entregar la marea alta a la tierra firme.
A medida que me acercaba, iba tomando forma. Empecé a darme cuenta de que se trataba de un cuerpo humano, mucho antes de comprobarlo ciertamente, pero me costaba creerlo.
Cuando estuve a nos pasos nomás, ya no había dudas, era una persona.
Me acerqué lentamente porque temía que estuviera durmiendo, y no quería molestarlo. Era un hombre, eso lo había percibido de inmediato, se me ocurrió que podría ser un pordiosero.
Ya mi sombra lo cubría cuando empecé a decir “señor, señor” con voz baja, pero no obtuve respuesta. No le veía la cara por la posición en que estaba acostado.
El hombre vestía un jean, saco de lana rojo, y un gorro verde, también de lana, en la cabeza.
Muy suavemente lo moví con mi pie derecho esperando una reacción, pero nada sucedió. Lo volví a hacer más fuerte, una y otra vez, y cada vez más fuerte hasta que lo di vuelta. Al girarlo me encontré con un rostro carcomido por inmundos insectos que aún rondaban carnes podridas y huesos que veían la luz, quizás por primera vez.
Me impresioné, di unos pasos torpes hacia atrás, creo que grité o bien pensé mi propio grito, y chapoteé en la ola que llegaba.
Me costó decidirme a salir del agua, se me mojaron las zapatillas, tardé unos segundos que parecieron eternos en hacer pie de nuevo. Me dieron nauseas, y no podía pensar.
Cuando me recuperé, tomé aire, volví a la arena húmeda, me alejé unos metros dejando el cadáver atrás, y comencé a pensar qué hacer.
Al día siguiente, debía tomar el micro temprano, por lo cual avisar a la policía me traería complicaciones que podrían modificar mis tiempos, y el 30 debía estar en Porto Alegre sí o sí. El tipo ya estaba muerto y poco cambiaría mi descubrimiento.
Sin más, decidí volver al hostel del “Diablo tranquilo”.
Retorné sobre mis pasos, esquivé el cuerpo del pobre hombre con algo de culpa, y seguí mi camino de regreso.
No había avanzado demasiado, cuando observé una nueva figura que parecía humana sobre el médano, el cual se recortaba como un minúsculo acantilado a la altura de mi cabeza. Sin embargo, para ser una persona, no mostraba ningún movimiento, parecía un espantapájaros inaudito. Lo llamativo es que no lo había visto al pasar antes por allí.
A pocos metros recién se aclaró la visión. Era una mujer, con las piernas entrecruzadas, los brazos extendidos en forma de L y los ojos cerrados, en una clara posición de yoga o alguna otra expresión física de sabiduría oriental.
Llegué sigiloso frente a ella y me detuve. Era madura pero se la veía joven, de tez blanca y cejas finas bien marcadas, vestía ropa deportiva y una bincha roja sobre el cabello negro y corto.
De golpe abrió los ojos y se encontró con ese espectador inesperado que era yo.
- Acá nomás encontré un cadáver- le dije.
Lo escupí como un niño que no puede guardar un secreto. Me sentí tan estúpido. ¿Qué carta de presentación era esa? ¿Qué iba a pensar esa mujer desconocida de alguien que aparecía en el medio de la nada y le hacía semejante declaración? Me indigné de mi propia ingenuidad y torpeza.
No obstante, la bella extraña no se inmutó. Miró el horizonte, se tomó unos segundos en los cuales sentí romper una ola a mis espaldas, y me dijo:
- El mar suele devolver la basura humana.
Su voz era suave y calma. La comisura de sus labios dibujaron una sonrisa al pronunciar esas palabras.
No contesté, hice un gesto afirmativo con la cabeza que ella acompañó con la suya, y tal vez levanté una mano en señal de saludo, antes de marcharme.
...............Arrodillado ..................ante ti .............................mujer desenvolveré .....................mi lengua que se extienda por tu cuerpo por la tierra Como una gran masa rosada, ameba
Se extienda ..................infinita
Humedeciendo te humedece humedezca
Atraviese bosques Se raspe .............con ramas secas Se hiera .............con espinas Arda ........por la sal del mar ...................................que cura Levante al cielo clavándose estrellas trague la luna
Por la tarde salí a dar una vuelta por el lugar. Comprobé que Punta del Diablo tenía muy poco de ese misterioso pueblito de pescadores que solía haber sido. Las viejas casitas blancas con techo de paja y aperturas de madera, tan rústicas, originarias y románticas, se entremezclan con las nuevas casas de veraneo, de las cuales algunas pocas mantuvieron esa estética. Se puede deducir que el pueblo creció pujante y desordenado. Aún hoy, hay muchas casas en plena construcción. Sin embargo, conserva una belleza natural incomparable a lo largo de su costa, que conmovió mis ojos y mi alma.
La tarde se esfumó como la espuma que queda entre las piedras de la orilla, y la noche me encontró cerca del fuego de la chimenea, fumando y tomando una deliciosa grappa casera. Sin saber cómo, de repente estaba inmerso en un extraño juego junto a un norteamericano, una canadiense, un iraní y un alemán amigo de Uwe. El juego era simple. Una vez por turno, cada uno ponía un video en el youtube. Los cinco rostros se confundían iluminados por la luz de la pantalla, atónitos, sorprendiéndonos unos a otros en un ritual obscenamente posmoderno. He visto cosas tan desconocidas como los jugadores que las proponían. Estábamos tan compenetrados que pasamos interminables minutos, esperando en silencio, un video que yo elegí y que tardó una barbaridad en cargarse. Mi último video propuesto fue este: http://www.youtube.com/watch?v=HhHwnrlZRus
Ya le eché la culpa al mar, a la marihuana, a las largas caminatas, pero lo único cierto es este hambre voraz.
Y ahora, recién ahora, lo comprendo. Nada tiene que ver el apetito con estas cuestiones.
Tengo hambre, constante y exagerada, porque quiero devorarlo todo.
Quiero devorarlo todo mientras viajo por lugares deconocidos.
Sentir todos lo sabores, beber toda el agua del mar, charlar con todas las personas, tomar todos los mates, caminar todos los senderos, respirar todo el aire y los infinitos aromas, contemplar todo lo que mis ojos pueden ver.
Pasé una buena noche con las medidas tomadas contra el frío. A las 5 AM sonó el despertador anunciando que era hora de dejar ese paraíso llamado Cabo Polonio. Volví la cama a su sitio, lo mismo con las mantas. Barrí alrededor de la estufa, cerré el candado y salí a la oscuridad. Mientras bajaba adivinando los relieves del suelo vi las luces del camioncito que me depositaría en la ruta para tomar el micro a Punta del Diablo. El hombre del camión ni bajó. Abrí la puerta y me subí a su lado en la cabina. El conductor tomaba mate mientras conducía por la playa muy cerca de esa masa ruidosa e inquieta que es el mar en la oscuridad. Me contó acerca de los ciervos que antes aparecían en el camino, pero que la tala indiscriminada había ahuyentado. Luego del pequeño viaje, quedé en la soledad de la ruta esperando el micro. El frío y los ruidos de diversos animales eran mis únicas compañías. Lo escuché venir mucho antes de que aparecieran las luces.
Al subir, el chofer me reconoció de inmediato: - A vos te traje el otro día– me dijo, y agregó -adonde vas a ahora? - A Punta del diablo. – contesté.
Llegué a las ocho y media y comencé a buscar el hostel de Uwe "El diablo tranquilo". Con facilidad lo hallé gracias a varias indicaciones que me dieron algunos parroquianos tempraneros.
El hostel se hallaba cerrado, así que tuve que golpear varias veces hasta despertar al dueño. Uwe salió despeinado y en calzoncillos a abrirme. Me dijo que lo esperara y se fue a cambiar y a lavarse la cara. Cuando volvió preparó café para los dos y fumó varios cigarrillos mientras no dejaba de toser. Uwe es un alemán que no habla español, se maneja en inglés. Nuestra comunicación fue amistosa e intuitiva, pero de pocas palabras. Nos quedamos tomando café frente a las cenizas de la noche anterior en la chimenea, hasta que me dejó pasar a la habitación, que compartiría con un francés.
Despuntada la mañana decidí resolver definitivamente el problema del frío. Otra noche como esa me podría matar. Mientras tomaba unos mates con galletitas, pensaba como mejorar la situación.
El problema era que la estufa estaba en el comedor y no alcanzaba a llegar a la habitación. Como primera medida entonces trasladé la cama de la pieza al comedor. Cerré las puertas de las habitaciones y del baño, y tapé con una manta la endija de debajo de la puerta de entrada. Ahora sí. Armé un buen fuego y el ambiente se calentó de inmediato. El sol daba una mano también. Tan lindo estaba que no pude resistirme a darme un recupero de buen sueño. Eran las 8 de la mañana y dormí hasta las diez y media, ostentando sólo tres frazadas, como para dejar bien en claro mi victoria. A la noche daría la batalla final.
El día ofrecía un cielo despejado y un viento fresco que quería ser brisa y por momentos lo lograba.
Salí a dar una larga caminata por la playa, hacia el lado de Punta del Diablo, mi próximo destino.
Al regresar ya era mediodía y me encontré con mis amigos jipones, Alfredo y Teko.
- Polacoooo, me gritaron al verme venir dejando huellas en la arena casi seca.
El hostel estaba en la playa, frente al mar, sin absolutamente nada más delante que la orilla del océano Atlántico.
Me invitaron a comer un asado ahí, así que me ofrecí a invitar el vino. Fuimos con Teko a la proveduría y compramos un litro de vino en damajuana cada uno. Comimos bajo la sombra del alero, disfrutando a pleno. Luego les convidé de la potente hierva que Laura me había dado de regalo para Ube, el dueño del hostel en el que pararía en Punta del Diablo. El resto de la tarde fue un viaje.
En la mañana, Laura y Marcelo me acompañaron a la ruta para despedirme. Allí subí a un micro que me depositó en la entrada a Cabo Polonio. De allí mismo tuve que tomar un camión que te lleva entre los médanos hasta la villa. Laura había hablado con una amiga que tenía una cabaña para 6 personas en Cabo Polonio y me la alquiló por dos días a un buen precio. La experiencia de la soledad en aquel lugar inhóspito me seducía. En el camión conocí dos tipos bastantes hippies con los que me puse a conversar enseguida. Mientras compartíamos los sentires por la conmovedora belleza que nos rodeaba, uno de ellos dijo que sólo faltaba que te sirvieran un trago allí. Entonces saqué la petaca de whisky que había comprado junto a otras provisiones en El pinar, y se la entregué. Ese fue el comienzo de una nueva amistad. El otro era dueño de un hostel en la playa, y el que ahora tomaba un largo de trago de mi petaca, un amigo de toda la vida que estaba de visita. Me invitaron a visitarlos cuando quisiera.
Cabo Polonio es un caserío con mar a ambos lados y un faro en la punta. De belleza ostensiblemente natural, conservada como un refugio, sin luz eléctrica ni ningún servicio, agua de pozo, velas, como mucho una garrafa para el gas o energía de luz solar si se tienen paneles. Viven entre 50 y 70 personas en invierno. Creo no haber cruzado más de 15 en los dos días que estuve.
La casita era un sueño, levantada sobre una lomada, frente al faro y una vista al mar prodigiosa. Pero la noche me agarró de improvisto. La temperatura descendió abrupta y ferozmente y el frío me despertó a las dos y pico de la mañana como si mil ametralladoras me estuvieran dando balazos en todo el cuerpo. Comencé a quitarle a las otras camas todos los abrigos disponibles y armé una montaña sobre mí que pesaba casi hasta aplastarme. 5 frazadas, 2 acolchados y la ropa puesta, no pudieron combatir el frío que, obstinado, insistía en dormir conmigo, o mejor dicho, no dejarme dormir. Entonces me di cuenta de la salamandra. El tema es que no tenía leña y a esa hora no habría forma de conseguir. Sin embargo, recordé que la despensa tenía la leña afuera. Me abrigué lo más que pude, y guiado a penas por la luz de la linterna de mi celular, medio desorientado atravesé la noche helada de humedad y me robé toda la leña que pude. Al encender la salamandra, descubrí que la leña estaba mucho más que húmeda y mientras los leños chorreaban agua hacia afuera, un humo llenó la cabaña a un punto que tuve que abrir puertas y ventanas y perder el poco calor que había acumulado del día. Finalmente, la leña se fue secando en el fuego y pude recuperar algo de calor pegado al fuego. La noche fue un extravío onírico en el cual la realidad parecía pesadilla. Dormí poco y mal, hasta que me despertó la luz del día. Como una recompensa por estar vivo, la ventana me regaló un descomunal amanecer sobre el mar. El fuego y el agua me brindaron un espectáculo de colores y destellos. Venía el sol a calentarlo todo.
Al mediodía siguiente partí en colectivo hacia El pinar donde me esperaba Laura, amiga de mi amiga Julieta, que me daría alojo esa noche.
Laura resultó simpática y hospitalaria, los gestos amistosos le brotan con naturalidad. Mientras te habla es probable que se interrumpa para darle una indicación o un reto a alguno de sus perros. Tiene unos cuantos y la mayoría están viejitos. También conté dos gatos. El otro hospedado allí era Marcelo, un muchacho de La Plata, bonachón y formal, con mucho conocimiento de política, y un gran nivel de cultura general, cosa que comprobé en largas conversaciones. Almorzamos una sopa que era lo más sano que comía desde mi partida. Hasta ahora venía a choripán, hamburguesas de pollo y pizza. Todo es muy caro en Uruguay y hay que pichulearla. Luego de dar una vuelta en bicicleta junto a Laura, la noche nos encontró arrimados al hogar bajo el calor de la leña ardiente, tomando un vinito tinto junto a una mujer alemana de marcado acento germánico amiga de Laura.
De postre, Laura y yo probamos una rica hierva, cosecha de un español que vive allí. Potente y agradable. Reímos como hacía bastante no reía.
Escuché la música de Caetano Veloso corriéndome por las venas y así me dormí sobre un colchón al pie del hogar, al calor y el color de las brasas.
Por la mañana Victor y Andrea me llevaron a recorrer el Prado, un sitio similar a los bosques de Palermo. Mientras caminábamos tomamos mate con biscochos, que nada tienen que ver con lo que nosotros llamamos biscochos sino que se parecen a las facturas. Visitamos el botánico y la residencia presidencial. Fue un paseo agradable por la zona cercana a la casa de Andrea, donde estuve durmiendo. Carlos se quedó solo la primera noche y luego se mudó a un hostel en el centro. La noche anterior quedé en pasarlo a buscar a las 14 hs, y así lo hice luego de la caminata con los chicos, que continuaron con su rutina, alterada momentáneamente por mi presencia. Carlos y yo nos tomamos la tarde en una larga peregrinación por la rambla. Empujados por un viento polar llegamos hasta el faro y luego retornamos por una calle al centro, donde me esperaba un festejo muy especial.
El día anterior me habían entregado una invitación al homenaje por el 56º aniversario del asalto al cuartel de Moncada en Cuba. No lo dudé, estaría a las 19 hs en el teatro Plaza para dicho acto. Allí mismo me despedí de Carlos, él debía descansar ya que tenía un vuelo temprano a Quito, donde daría una ponencia acerca de las rebeliones negras en Haití, en un congreso internacional de historia. En el teatro conversé con varios militantes y dejé la adhesión de mi partido al evento, la cual fue posteriormente leída por los locutores. Me sentí contento. Al ingresar a la sala repleta de festejantes, me entregaron una bandera de papel, con la bandera de Uruguay de un lado y de Cuba por el otro. Fue extraño y hermoso para un argentino conmemorar aquel acto de heroísmo cubano, en el Uruguay. La apertura estuvo a cargo del cantautor uruguayo Daniel Viglietti, que enseguida logró emocionarme con su voz y sus versos. Luego, proyectaron un documental sobre la revolución cubana, en el que brillaba la sabiduría y la firmeza de Fidel en extractos de discursos; la franqueza del Che, su sonrisa interminable; alguna aparición de Camilo y grandes momentos del gran protagonista: el pueblo cubano.
Luego vinieron una serie de bailes de ensamble uruguayo cubano en vivo, para completar la fiesta. Me fui Satisfecho, feliz, una vez más, como en Bolivia el 25 de enero pasado cuando presencié el referendum por la Nueva Constitución,
Me fui con esa sensación de que el sueño latinoamericano sigue vigente, de que Bolívar, San Martín y Artigas siguen marcando el camino de los que no nos resignamos al poder de las transnacionales y la cultura del capitalismo, con el corazón bien revolucionario.
Montevideo nos recibió con frío polar pero con el calor del “negro” Victor, Andrea y su gente. Montevideo me resulta bella e íntima, a pesar del frío que sólo se vuelve soportable bajo el abrigo de las ansias de conocer, recorrer calles, museos y bares.
Caminando por la rambla me doy cuenta que Buenos Aires le da la espalda al río. Los porteños, casi ni nos relacionamos con él. La capital uruguaya, en cambio, se recuesta sobre el río, le da la cara y la sonrisa, el río la embellece y la ciudad disfruta de su costa.
El puerto, la 18 de julio, sus plazas, la ciudad vieja, todo es agradable.
Mate a mate y pisada a pisada, nos vamos conociendo.
Colonia nos despidió con un frío polar y un viento que calaba los huesos, La pequeña y bella ciudad se volvió fantasma. El río enfurecido ostentaba olas de mar. Carlos y yo nos apuramos a sacar los pasajes de micro a Montevideo. Desde hacía dos días, nos habíamos vuelto inseparables. Carlos es colombiano, politólogo e historiador. Lo conocí el mismo lunes que llegué a Colonia en mi primer recorrida por la ciudad vieja. Fue precisamente arriba del faro, cuando le pedí que me tomara una foto. Allí mismo nos quedamos conversando por más de una hora, de política, de Colombia y Argentina, de Chile y Uruguay, del Evo y de Chávez. Carlos es un anarquista entrañable, que adora a Chávez, contradicciones propias de un pensamiento crítico e inteligente. Vivió en Venezuela y lo conoce bien a “mi negro” como suele llamar al Comandante Hugo. También vivió en Canadá. Nuestra charla nos llevó a descubrir que parábamos en el mismo hostel, y que incluso habíamos arribado en el mismo barco. Sí, el maldito buque rápido. Ahora, juntos le pusimos el pecho al frío camino a la terminal, abrigamos el alma y la barriga con un choripán, y nos subimos al micro hacia Montevideo donde nos esperan mis amigos que conocí en el viaje a Perú, Victor y Andrea.
Traigo un tango en el bolso llevo el rumor de la calle Corrientes el olor del subte en la ropa en los ojos, el reflejo del río mi piel arrastra la humedad de calles
adoquinadas
Traigo en el bolsillo un teatro llevo el rugir de cien
bandoneones
Esencia de bares en el alma un grito de gol en La Boca mi piel carga el aroma de haber dejado un amor en Buenos Aires
Atardece. La brisa fresca se adueña de a poco de callejuelas y dobla veloz en las esquinas. La ausencia del sol roza vestigios de la dominación europea que se entremezclan con el desarrollo turístico y las raíces de la cultura afro, en la vecina de Buenos Aires. Tan cerca y tan distintas… El río es más río de este lado y las calles, adoquinadas, guardan la historia en un libro imborrable. Restos de murallas que alguna vez defendieron o intentaron defender algo. Huelo a Colonia del Sacramento, Uruguay.
El amor de Eladia duró lo que una brisa. Ni bien llegué a Buquebus me informaron que embarcaría en el buque rápido y no sobre el tranco cansino de Eladia, que demoraría 3 horas hasta Colonia. Ahora, en sólo una hora llegaría a la otra orilla del Río de la Plata. Tal vez algún desprevenido piense ¡que bueno!, viajar en el buque más caro y lujoso, al precio del más barato. De ningún modo. Es como si uno estuviera en una esquina esperando a una chica para una cita, supongamos que esa chica se llama Eladia. Bañadito, bien vestido, mascando chicle de menta para tener buen aliento. Dispuesto, algo ansioso, imagino tres horas fabulosas junto a ella, tomando algo, contándonos la vida, conociéndonos de a poco, respirando la brisa... De repente, en lugar de ella, aparece la amiga. Una amiga frívola, excedida en ostentaciones. - Eladia no va a venir, me pidió que te avise... y pensé que podías salir conmigo…
El barco deja Buenos Aires más rápido de lo que esperaba. Lleva la fribolidad propia de la cultura neoliberal de los ´90, pantallas planas de TV por todos lados muestran desfiles de modelos, publicidades de costosos automóviles y constantes anuncios de las virtudes del freeshop, el cual permanece abierto y espera nuestra visita.